Ignacio encontró a Dios en todo y en todos.
Por James Martin, SJ
En el corazón de lo que puede
parecer una actividad frenética, estaba una relación íntima con Dios, que
Ignacio encuentra a menudo difícil poner en palabras. En su diario, se muestran
anotaciones minúsculas apiñadas, junto a las notas para la misa diaria. Los
estudiosos han llegado a la conclusión, entre otras cosas, los momentos en que
lloró durante la misa, abrumado por el amor a Dios.
Ignacio encontró a Dios en
todas partes: en los pobres, en la oración, en la misa, en sus compañeros
jesuitas, en su obra y, lo más conmovedor, en un balcón de la casa de los
jesuitas en Roma, donde le gustaba mirar hacia arriba, en silencio, a las
estrellas en la noche. Momento en que derramaría lágrimas con reverente
asombro. Sus respuestas emocionales a la presencia de Dios en su vida,
desmiente el estereotipo del santo frío.
Ignacio fue un místico que amó a
Dios con una intensidad poco común incluso para los santos. Él no era un
renombrado erudito como Agustín o Tomás de Aquino, ni un mártir como Pedro o
Pablo, ni era un gran escritor como Teresa o Benedicto, y tal vez no una
personalidad querida como Francisco o Teresa. Pero él amaba a Dios y amaba el
mundo, y esas dos cosas las hizo bastante bien.
Artículo
original de LoyolaPress, traducido por AAP.
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