PARA VER EL EVANGELIO COMPLETO CLIC AQUÍ: Lc. 19, 1-10
domingo, 30 de octubre de 2016
sábado, 29 de octubre de 2016
“(...) hoy tengo que quedarme en tu casa”
Domingo XXXI del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 19, 1-10) – 30 de octubre de 2016
En
uno de los programas de la serie radiofónica ‘Un tal Jesús’, se dice que Jesús
le contó esta historia a sus discípulos: Había una vez un pastor que tenía cien
ovejas. Una de ellas tenía una pata coja y siempre iba retrasada. Un día, el
pastor llegó ya tarde a su casa y comenzó a contar a las ovejas para saber si
todas estaban a salvo. Las fue contando a medida que iban entrando al corral.
Su sorpresa fue grande cuando se dio cuenta de que sólo había noventa y nueve
ovejas; de modo que volvió a contarlas para estar seguro. Cuando comprobó que
una se le había perdido, cayó en la cuenta de que la que se le había perdido
era, precisamente, la oveja que tenía una pata coja...
Ya
había caído la noche y comenzaba a llover; de modo que el pastor se puso pensar
si debía ir a buscar a la oveja perdida o si debía quedarse cuidando las
noventa y nueve que estaban en el corral. Mientras tanto, la ovejita coja, iba
perdiendo cada vez más el rumbo; balaba con todas sus fuerzas, pero nadie la
oía; tenía miedo, porque la noche había caído y la lluvia comenzaba a
dificultar el camino, que se iba llenando de barro. De pronto, la ovejita
comenzó a escuchar el aullido de los lobos que presentían la presencia de una
presa fácil. De modo que la ovejita comenzó a correr. Con tan mala suerte que
por la carrera que llevaba, cayó en un barranco y quedó casi sumergida entre el
barro.
En
la casa del pastor, ya se habían apagado las luces y todos descansaban; el
pastor, acostado en su cama, antes de dormirse, pensó por última vez en la
ovejita perdida, pero se dijo a sí mismo: ¿Quién la manda a no andar más atenta
al paso que lleva el rebaño? No es mi culpa que ella sea coja y no pueda seguir
el ritmo de las demás. Seguramente mañana la encontraremos y ya está. Lo que no
puedo haces es descuidar a las otras noventa y nueve, y menos teniendo en
cuenta el aguacero que está cayendo. Ni porque fuera a buscarla, la
encontraría. De modo que el pastor, se quedó dormido. La ovejita, allá en el
fondo del barranco, seguía balando y trataba de salir del barro en el que había
caído; cada intento por salir, era peor; se hundía más y más. Por fin sintió
que el barro le entraba por el hocico y ya no pudo balar más... no podía
respirar. Estaba ya muerta...
Cuando
los discípulos escucharon esta historia, se quedaron aterrados de lo descarado
que había sido el pastor; no podían creer que un buen pastor dejara morir así a
una de sus ovejas, por más coja y enferma que estuviera. Ningún pastor,
conocido por ellos se hubiera portado así. Le dijeron, entonces, a Jesús: “Eso
es el colmo; un pastor que deja morir a sus ovejas y no las busque, no debe
llamarse pastor...” Pero Jesús les respondió: “Pero si estaba cuidando a las
demás ovejas”. Los discípulos le dijeron: “No señor, no estaba cuidando a
nadie. Tenía miedo de mojarse y se quedó durmiendo en su cama”.
La
historia que nos presenta hoy la liturgia, nos habla de un pastor muy distinto.
Cuando Jesús vio a Zaqueo subido en un árbol, le dijo: “baja en seguida, porque
hoy tengo que quedarme en tu casa. Zaqueo bajó aprisa, y con gusto recibió a
Jesús”. Así como Jesús fue a comer en casa de Zaqueo, también quiere acercarse
a nosotros, para ofrecernos su perdón sin condiciones. En nosotros está la
posibilidad de acogerlo con el mismo gozo con el que este cobrador de impuestos
lo recibió en su casa.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Etiquetas:
EVANGELIO,
Reflexión,
Tiempo Ordinario
domingo, 23 de octubre de 2016
“(...) por considerarse justos, despreciaban a los demás”
Domingo XXX del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 18, 9-14) – 23 de octubre de 2016
Cuentan
que un hombre que iba creciendo en su vida espiritual, llegó un momento en el
que se dio cuenta de que era santo... En ese mismo instante, retrocedió todo el
camino que había recorrido y tuvo que volver a comenzar desde cero. Cuando una
persona va trabajando intensamente en su proceso de crecimiento espiritual,
tiene que cuidarse de dos amenazas: la primera es perder la esperanza y pensar
que nunca va a alcanzar la meta. La segunda, no menos peligrosa, es pensar que
ya llegó. Las dos situaciones son igualmente nocivas. Ambas producen un
estancamiento en el camino espiritual.
La
parábola que Jesús nos cuenta este domingo, fue dicha para “algunos que,
seguros de sí mismos por considerarse justos, despreciaban a los demás”. Dice
Jesús que “dos hombres fueron al templo a orar: el uno era fariseo, y el otro
era uno de esos que cobran impuestos para Roma. El fariseo, de pie, oraba así:
‘Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás, que son ladrones,
malvados y adúlteros, ni como ese cobrador de impuestos. Yo ayuno dos veces a
la semana y te doy la décima parte de todo lo que gano’. Pero el cobrador de
impuestos se quedó a cierta distancia, y ni siquiera se atrevía a levantar los
ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: ‘¡Oh Dios, ten compasión
de mí, que soy pecador!” Dos actitudes que representan formas distintas de
presentarse ante Dios. La primera, del que se siente justificado y seguro; cree
que su comportamiento corresponde al plan de Dios; esta persona piensa que no
necesita crecer más; tal como está, merece el premio para el cual ha venido
trabajando intensamente. La segunda, del que se siente en camino, con muchas
cosas por mejorar; se sabe necesitado de Dios y de su gracia; se sabe
incompleto, en construcción.
La
conclusión de Jesús es que el “cobrador de impuestos volvió a su casa ya justo,
pero el fariseo, no. Porque el que a sí mismo se engrandece, será humillado; y
el que se humilla, será engrandecido”. Esta es la lógica del reino de Dios. Una
lógica que contradice nuestra manera de pensar. Hay que reconocer que es bueno
ser conscientes de nuestros avances y logros; ciertamente, es sano saber que
nos comportamos bien y que nuestra manera de obrar está de acuerdo con el plan
de Dios. Todo esto coincide con una sana autoestima, tan valorada recientemente
por algunas corrientes psicológicas. Pero no debemos olvidar que esta actitud
puede llevarnos a perder de vista lo que nos falta por avanzar en el propio
camino espiritual; y, por otro lado, puede producir una actitud de desprecio
por aquellos que, por lo menos aparentemente, van un poco más atrás.
Por
otra parte, si vivimos en la verdad, reconociendo nuestros propios límites,
sabiendo que no estamos terminados, tendremos siempre la alternativa del
crecimiento; podremos avanzar siempre más adelante. Cuando acogemos nuestra
frágil humanidad, en toda su complejidad de luces y sombras, y somos
conscientes de nuestros defectos, comienza en ese mismo momento a generarse el
proceso de la sanación interior. No hay sanación que no pase por el propio
reconocimiento del límite. Esto supone mantener siempre activa la esperanza
para seguir caminando, aunque todavía sintamos que nos falta mucho para llegar
al final de nuestro crecimiento espiritual. Tan peligroso para nuestra vida es
dejar de caminar, como pensar, antes de tiempo, que ya llegamos.
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
Etiquetas:
EVANGELIO,
Reflexión,
Tiempo Ordinario
sábado, 15 de octubre de 2016
“(...) orar siempre sin desanimarse”
Domingo XXIX del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas
18, 1-8) – 16 de octubre de 2016
Hace algunos meses recibí este mensaje: “No hay que ser agricultor para
saber que una buena cosecha requiere de buena semilla, buen abono y riego
constante. También es obvio que quien cultiva la tierra no se para impaciente
frente a la semilla sembrada, jalándola con el riesgo de echarla a perder,
gritándole con todas sus fuerzas: ¡Crece, maldita seas! Hay algo muy curioso que sucede con el bambú
japonés y que lo transforma en no apto para impacientes: Siembras la semilla,
la abonas, y te ocupas de regarla constantemente. Durante los primeros meses no
sucede nada apreciable. En realidad, no pasa nada con la semilla durante los
primeros siete años, a tal punto que, un cultivador inexperto estaría
convencido de haber comprado semillas infértiles. Sin embargo, durante el
séptimo año, en un período de sólo seis semanas la planta de bambú crece ¡más
de 30 metros! ¿Tardó sólo seis semanas en crecer? No, la verdad es que se tomó
siete años y seis semanas en desarrollarse. Durante los primeros siete años de
aparente inactividad, este bambú estaba generando un complejo sistema de raíces
que le permitirían sostener el crecimiento que iba a tener después de siete
años. Sin embargo, en la vida cotidiana, muchas veces queremos encontrar
soluciones rápidas y triunfos apresurados, sin entender que el éxito es
simplemente resultado del crecimiento interno y que éste requiere tiempo.
Quizás por la misma impaciencia, muchos de aquellos que aspiran a resultados en
corto plazo, abandonan súbitamente justo cuando ya estaban a punto de
conquistar la meta. Es tarea difícil convencer al impaciente que solo llegan al
éxito aquellos que luchan en forma perseverante y coherente y saben esperar el
momento adecuado”.
”De igual manera, es necesario entender que en muchas ocasiones estaremos
frente a situaciones en las que creemos que nada está sucediendo. Y esto puede
ser extremadamente frustrante. En esos momentos, que todos tenemos, recordar el
ciclo de maduración del bambú japonés y aceptar que, en tanto no bajemos los
brazos ni abandonemos por no "ver" el resultado que esperamos, si
está sucediendo algo dentro nuestro: estamos creciendo, madurando. Quienes no
se dan por vencidos, van gradual e imperceptiblemente creando los hábitos y el
temple que les permitirá sostener el éxito cuando éste al fin se materialice.
El triunfo no es más que un proceso que lleva tiempo y dedicación. Un proceso
que exige aprender nuevos hábitos y nos obliga a descartar otros. Un proceso
que exige cambios, acción y formidables dotes de paciencia. Tiempo... Cómo nos
cuestan las esperas. Qué poco ejercitamos la paciencia en este mundo agitado en
el que vivimos... Apuramos a nuestros hijos en su crecimiento, apuramos al
chofer del taxi... nosotros mismos hacemos las cosas apurados, no se sabe bien
por qué... Perdemos la fe cuando los resultados no se dan en el plazo que
esperábamos, abandonamos nuestros sueños, nos generamos patologías que
provienen de la ansiedad, del estrés... ¿Para qué?”
La parábola de la viuda y el juez, que nos trae hoy la liturgia de la
Palabra es un bello ejemplo de esto, aplicado a la vida de oración del
cristiano: “Había en un pueblo un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los
hombres. En el mismo pueblo había también una viuda que tenía un pleito y que
fue al juez a pedirle justicia contra su adversario. Durante mucho tiempo el
juez no quiso atenderla, pero después pensó: ‘Aunque ni temo a Dios ni respeto
a los hombres, sin embargo, como esta viuda no deja de molestarme, la voy a
defender, para que no siga viniendo y acabe con mi paciencia’. Y el Señor
añadió: ‘Esto es lo que dijo el juez malo. Pues bien, ¿acaso Dios no defenderá
a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Los hará esperar? Les digo que
los defenderá sin demora. Pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará
todavía fe en la tierra?” La propuesta del Señor es que tratemos de recuperar
la perseverancia, la espera, la aceptación. Estamos llamados a gobernar aquella
toxina llamada impaciencia; la misma que nos envenena el alma con sus prisas y
afanes de cada día. Si no conseguimos lo que anhelamos, no deberíamos
desesperarnos... quizá sólo estemos echando raíces...
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Etiquetas:
EVANGELIO,
Reflexión,
Tiempo Ordinario
domingo, 9 de octubre de 2016
LA FRASE DE LA SEMANA
CORRESPONDIENTE AL EVANGELIO DE HOY PARA REFLEXIONAR TODA LA SEMANA
PARA VER EL EVANGELIO COMPLETO CLIC AQUÍ: Lc. 17, 11-19
“¿Acaso no eran diez los que quedaron limpios de su enfermedad?”
Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas
17, 11-19) – 9 de octubre de 2016
El día de su ordenación sacerdotal, Antonio José Sarmiento, S.J. hizo una
bella oración en el momento de la acción de gracias, después de la comunión.
Como esto pasó hace más de veinte años, no recuerdo los detalles de su
plegaria, pero no puedo olvidar que hizo referencia a la multiforme variedad de
palabras que componen el campo semántico de la gratitud: Nos habló con gracejo de
la gracia de su vocación; dio gracias por tantos bienes
recibidos a lo largo de su vida; dijo que se sentía agradecido con
Dios, con sus familiares y amigos, y con otras muchas personas que nos habíamos
hecho presentes de una manera tan grata para él en este día tan especial;
subrayó que se sentía profundamente congratulado y gratificado por
la extraordinaria asistencia a la celebración; agradeció que su
experiencia de Dios fuera tan gratificante; declaró el agrado que
sentía por ser una persona particularmente agraciada por Dios;
expresó su agradecimiento al coro que había hecho agradable la
ceremonia; habló de la gratuidad con la que quería vivir su
sacerdocio; manifestó su gratitud con el obispo y con todos los
presentes; exaltó lo gratuito de la vida, observando que todo lo valioso
de su existencia lo había recibido gratis; terminó afirmando que se
consideraba muy gracioso, pues lograba decir grandes verdades graciosamente y
que nos quería gratificar con una copa de vino y una tajada de
ponqué, a la que estábamos todos invitados, gratuitamente.
El refrán popular nos recuerda que “ser agradecidos es de bien nacidos”.
Por algo esta es una de las primeras cosas que los papás y mamás enseñan con
mucha insistencia a sus hijos e hijas: “¿Cómo se dice?”, repiten al unísono
después de que sus hijos han recibido algún regalo o han sido objeto de alguna
obra buena; y los niños y niñas, antes de saber pronunciar muy bien las
palabras, balbucean, como pueden, su gratitud. Tal vez esta es la enseñanza más
importante del pasaje que nos trae el evangelio de este domingo, que nos
presenta a un Jesús peregrino que, de camino hacia Jerusalén, pasa por entre
las regiones de Samaria y Galilea: “Y llegó a una aldea, donde le salieron al
encuentro diez hombres enfermos de lepra, los cuales se quedaron lejos de él
gritando: –¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros! Cuando Jesús los vio,
les dijo: –Vayan a presentarse a los sacerdotes. Y mientras iban, quedaron
limpios de su enfermedad”.
Lo curioso del pasaje que se nos presente hoy es que sólo uno, al verse
limpio, “regresó alabando a Dios a grandes voces, y se arrodilló delante de
Jesús, inclinándose hasta el suelo para darle gracias. Este hombre era de
Samaria”. Entonces Jesús se pregunta: “¿Acaso no eran diez los que quedaron
limpios de su enfermedad? ¿Dónde están los otros nueve? ¿Únicamente este
extranjero ha vuelto para alabar a Dios?” Evidentemente, san Lucas quiere
destacar el hecho de que los extranjeros, los que eran considerados como parias
por parte el pueblo de Israel, son los que reconocen con mayor facilidad las
gracias que reciben. Cuando nos sentimos con derechos y pensamos que lo que
hemos recibido nos lo hemos ganado, ya sea por nuestros propios méritos o por
otra razón, ya sea étnica, religiosa, cultural, política, social, económica, no
reconocemos la gratuidad del don recibido. ¿Cuál es nuestra experiencia? ¿De
verdad dejamos que de nuestro interior brote con frecuencia la acción de
gracias por tanto bien recibido? ¿Agradecemos la luz del sol que gratuitamente
nos regala Dios cada día? ¿Reconocemos la gratuidad de nuestro corazón que no
descansa ni siquiera mientras dormimos? ¿Decimos gracias por las maravillas de
la amistad y la ternura que no se cobran? ¿Nos sentimos gratificados por todo
lo gratuito y gracioso de la vida? No olvidemos nunca que el campo semántico de
la gratitud es muy variado.
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
Etiquetas:
EVANGELIO,
Reflexión,
Tiempo Ordinario
domingo, 2 de octubre de 2016
LA FRASE DE LA SEMANA
CORRESPONDIENTE AL EVANGELIO DE HOY PARA REFLEXIONAR TODA LA SEMANA
PARA VER EL EVANGELIO COMPLETO CLIC AQUÍ: Lc. 17, 5-10
“Los apóstoles pidieron al Señor: – Danos más fe”
Domingo XXVII del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas17, 5-10) – 2 de octubre de 2016
Leí alguna vez que hace mucho tiempo vivió en la China un niño llamado
Ping que amaba tiernamente las flores. Todo lo que sembraba crecía como por
encanto. Un día, el Emperador, que era muy viejo, decidió buscar a su sucesor.
¿Quién podría ser? ¿Cómo podría escogerlo? Decidió que iba a dejar que las
flores lo escogieran. Al día siguiente salió un bando: todos los niños deberían
venir a la gran plaza para recibir de manos del Emperador semillas de flores.
"Quien en el plazo de un año me pueda mostrar el mejor resultado",
dijo, "me sucederá en el trono". Esta noticia causó gran revuelo. Los
niños de todos los rincones acudieron para recibir sus semillas. Los papás
querían que su hijo fuera escogido como Emperador y los niños soñaban con ser
escogidos. Cuando Ping recibió sus semillas se sintió el más feliz de todos los
niños. Estaba totalmente seguro que podría cultivar las flores más hermosas.
Ping llenó una matera con tierra y plantó la semilla. La rociaba todos
los días. Los días pasaron pero nada germinaba en la matera. Ping estaba muy
triste. Entonces tomó una matera más grande y echó en ella la mejor tierra y
tomó la semilla y la plantó. Esperó dos meses más y no pasó nada. Poco a poco
paso un año entero. Llegó la primavera y los niños vistieron sus más preciosos
trajes para agradar al Emperador. Se dirigieron a la plaza con sus hermosísimas
flores, esperando cada uno que sería el escogido. Ping se sentía avergonzado
con su matera vacía. Pensó que los demás niños se burlarían de él. Sin embargo,
fue a la plaza. El Emperador observaba detenidamente todas las flores. ¡Qué
flores tan hermosas! Pero el Emperador no decía ni una palabra. Finalmente, se
acercó a Ping, quien agachó su cabeza lleno de vergüenza esperando que sería
castigado. El Emperador le preguntó: "¿Por qué trajiste una matera
vacía?" Ping comenzó a llorar y respondió: "Planté la semilla que
usted me dio, la rocié cada día, pero no germinó. La sembré en una matera más
grande, le puse una tierra mejor y tampoco germinó. Esperé un año entero pero
nada creció. Por esta razón hoy vengo ante su presencia con una matera vacía.
Hice lo mejor que pude".
Cuando el Emperador escuchó estas palabras, se dibujó en su rostro una
sonrisa y puso su mano sobre el hombro de Ping. Luego exclamo: "¡Lo
encontré! ¡Encontré a la única persona digna de ser Emperador! No sé de dónde
sacaron las semillas que ustedes cultivaron. Porque las semillas que yo les di,
habían sido cocinadas. Por lo tanto, era imposible que pudieran germinar.
Admiro a Ping por el valor que ha tenido para venir delante de mi con su vacía
verdad. Por lo tanto, ahora lo premio con el reino y lo nombro mi sucesor.
Si somos sinceros, más del noventa por ciento de las cosas que hacemos en
nuestra vida, no tiene otra finalidad que buscarnos a nosotros mismos. El
egoísmo es tan sutil, que nos engaña aún en nuestras buenas acciones.
Reclamamos, exigimos, solicitamos que se nos tenga en cuenta de mil formas cada
día... Pasamos factura por nuestras buenas obras. Queremos que se nos reconozca
lo buenos que somos. Hemos hecho todo lo que nos correspondía hacer, y esto,
automáticamente, nos hace merecedores de una recompensa por parte de Dios. Pocas
experiencias tan importantes para aprender de la gratuidad, como la siembra y
la cosecha. El campesino que siembra la semilla y recoge la cosecha, sabe que
él ha sido responsable de ciertas condiciones externas que han facilitado las
cosas, pero también es consciente de que el crecimiento y el fruto, es
solamente obra y regalo de Dios. Esta bella historia nos recuerda que nosotros
no somos dueños del crecimiento ni de los frutos, y que tener fe es hacer lo
mejor posible las cosas, para que Dios realice su obra de salvación a través
nuestro.
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
Etiquetas:
EVANGELIO,
Reflexión,
Tiempo Ordinario
Suscribirse a:
Entradas (Atom)