PARA VER LA HOMILÍA CLIC AQUÍ: Mt. 16, 13-20
domingo, 27 de agosto de 2017
“¿Quién dicen que soy?”
Domingo XXI Ordinario – Ciclo A (Mateo 16, 13-20) – 27
de agosto de 2017
Llaman al teléfono a una casa de familia y
contesta una vocecita de unos cinco años... La persona que llama pregunta: –
Por favor, ¿está tu mamá? – No, señor, no está. – ¿Y tu papá? – Tampoco. –
¿Estás sola? – No, señor, estoy con mi hermano. El interlocutor, con la
esperanza de poder hablar con algún mayor le pide que le pase a su hermano. La
niña, después de unos minutos de silencio, vuelve a tomar el teléfono y dice
que no puede pasar a su hermano... – ¿Por qué no me puedes pasar a tu hermano?
Pregunta el hombre, ya un poco molesto. – Es que no pude sacarlo de la cuna. –
Lo siento, dice la niña...
Al nacer, los seres humanos somos las
criaturas más indefensas de la naturaleza. No podemos nada, no sabemos nada, no
somos capaces de valernos por nosotros mismos para sobrevivir ni un solo día.
Nuestra dependencia es total. Necesitamos del cuidado de nuestros padres o de
otras personas que suplen las limitaciones y carencias que nos acompañan al
nacer. Otros escogen lo que debemos vestir, cómo debemos alimentarnos, a dónde
podemos ir... Alguien escoge por nosotros la fe en la que iremos creciendo, el
colegio en el que aprenderemos las primeras letras, el barrio en el que
viviremos... Todo nos llega, en cierto modo, hecho o decidido y
el campo de nuestra elección está casi totalmente cerrado. Solamente, poco a
poco, y muy lentamente, vamos ganando en autonomía y libertad.
Tienen que pasar muchos años para que
seamos capaces de elegir cómo queremos transitar nuestro camino. Este proceso,
que comenzó en la indefensión más absoluta, tiene su término, que a su vez
vuelve a ser un nuevo nacimiento, cuando declaramos nuestra independencia
frente a nuestros progenitores. Muchas veces este proceso es más demorado o
incluso no llega nunca a darse plenamente. Podemos seguir la vida entera
queriendo, haciendo, diciendo, actuando y creyendo lo que otros determinan.
Este camino hacia la libertad es lo más típicamente humano, tanto en el ámbito
personal, como social.
La fe no escapa a esta realidad. Jesús era
consciente de ello cuando pregunta primero a sus discípulos “¿Quién dice la
gente que es el Hijo del hombre?” Es, como hemos visto, una etapa necesaria e
inevitable de nuestra evolución como personas creyentes. Por allí comienza
nuestra primera profesión de fe: “Algunos dicen que Juan el Bautista; otros
dicen que Elías, y otros dicen...”
Pero no podemos quedarnos allí. No podemos
detener nuestro camino en la afirmación de lo que otros dicen.
Es indispensable llegar a afrontar, más tarde o más temprano, la pregunta que hace
el Señor a los discípulos: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?” Aquí ya no valen
las respuestas prestadas por nuestros padres, amigos, maestros, compañeros...
Cada uno, desde su libertad y autonomía, tiene que responder, directamente,
esta pregunta. Pedro tiene la lucidez de decir: “Tu eres el Mesías, e Hijo de
Dios viviente”. Pero cada uno deberá responder, desde su propia experiencia y
sin repetir fórmulas vacías, lo que sabe de Jesús. Ya no es un conocimiento
adquirido “por medios humanos”, sino la revelación que el Padre que está en el
cielo nos regala por su bondad.
La pregunta que debe quedar trabajando en
nuestro interior este domingo es si todavía seguimos repitiendo lo que ‘otros’
dicen de Jesús o, efectivamente, podemos responder a la pregunta del Señor
desde nuestra propia experiencia de encuentro con aquél que es la Palabra y el
sentido último de nuestra vida. Mejor dicho, la pregunta es si somos capaces de
pasar al teléfono cuando él nos llama o si todavía dependemos de alguien para
responder a su llamada...
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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Tiempo Ordinario
sábado, 19 de agosto de 2017
“¡Mujer, qué grande es tu fe!
Domingo XX Ordinario – Ciclo A (Mateo 15, 21-28) – 20
de agosto de 2017
El jesuita brasileño João Batista Libânio,
en un libro sobre la formación de la conciencia crítica, dice que las
condiciones del cambio son la sospecha y la experiencia
de lo diferente. Cuando funcionamos según nuestros prejuicios, no somos
capaces de abrirnos a lo diferente y mucho menos nos atrevemos a sospechar que
nuestras posiciones puedan estar equivocadas. Y, desgraciadamente, vivimos
llenos de prejuicios políticos, culturales, sociales, raciales, religiosos...
Cuentan que una vez le preguntaron a un
ciudadano estadounidense si era demócrata o republicano, a lo que el hombre
respondió: “Soy demócrata”. Le preguntaron, entonces: “¿Por qué es usted
demócrata?” “–Soy demócrata, dijo el hombre, porque mi papá era demócrata, mi
abuelo era demócrata, toda mi familia ha sido siempre demócrata. Por eso soy
demócrata”. “Vamos a ver, inquirió el entrevistador, su respuesta no parece
lógica… si su papá hubiera sido un ladrón, su abuelo un ladrón y toda su
familia fuera de ladrones, ¿sería usted también ladrón?” “Desde luego que no,
respondió el hombre. En ese caso sería republicano”.
Este pequeño ejemplo de prejuicio político
es apenas una muestra de lo que funciona dentro de nuestra cabeza. Muy
rápidamente sacamos conclusiones respecto de la gente que conocemos todos los
días. Cada uno podría hacer un ejercicio de reconocimiento de los propios
prejuicios pensando: ¿Cómo le parece que sea una persona que tiene una cuenta
bancaria sustanciosa o alguien que esté desempleado? ¿Qué pensamos de una
persona nacida en Pasto o en la Costa? ¿Qué respuesta le daríamos a alguien que
viene a decirnos que acaba de llegar de una zona de reconocida influencia
guerrillera o paramilitar? Y así, se podrían seguir dando muchos ejemplos.
Caminando Jesús por una región apartada,
se encuentra con una mujer extranjera. La primera actitud del Señor fue pasar
de largo y no contestar nada a los gritos de la mujer, que pedía que le curara
a su hija. Los discípulos, entonces, le ruegan que atienda a esta pobre mujer,
“porque viene gritando detrás de nosotros”. Jesús respondió: “Dios me ha
enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel”. Pero la mujer
siguió insistiendo: “Fue a arrodillarse delante de él, diciendo: –¡Señor,
ayúdame!” Y Jesús le contestó: “–No está bien quitarle el pan a los hijos y
dárselo a los perros”. Solemos decir que el perro es el mejor amigo del hombre,
pero a nadie le dicen perro como piropo... Sin embargo, la mujer es capaz de
sobrepasar el insulto y decirle a Jesús: “–Sí, Señor; pero hasta los perros
comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Jesús, entonces, vencido
por la mujer, termina diciendo: “–¡Mujer, qué grande es tu fe! Hágase como
quieres. Y desde ese mismo momento su hija quedó sana”.
Es evidente que Mateo quiere dar una
lección a su comunidad judeocristiana, para que acojan a los extranjeros como
legítimos beneficiarios de los dones del Reino anunciado por Jesús. Para ello,
no duda en presentar a un Jesús que fue capaz de abrirse al encuentro con esta
mujer extranjera y dejarse vencer por la fortaleza de su fe y su perseverancia.
Algunos autores insisten en afirmar que Jesús estaba poniendo a prueba la fe de
esta mujer, pero a mi no me cabe en la cabeza que Jesús fuera capaz de insultar
a alguien si no es porque estaba convencido de lo que estaba diciendo.
Si queremos sospechar de
nuestras posiciones ya tomadas, deberíamos ser capaces de abrirnos al encuentro
con lo diferente de nosotros mismos y dejar que este contacto con lo
distinto nos cuestione y nos ayude a cambiar nuestro comportamiento habitual
frente a los demás, especialmente, frente a aquellos que descalificamos de
entrada por nuestros prejuicios.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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Tiempo Ordinario
domingo, 13 de agosto de 2017
LA FRASE DE LA SEMANA
CORRESPONDIENTE AL EVANGELIO DE HOY PARA REFLEXIONAR TODA LA SEMANA
PARA VER LA HOMILÍA CLIC AQUÍ: Mt. 14, 22-33
sábado, 12 de agosto de 2017
“¡Tengan valor, soy yo, no tengan miedo!”
Domingo XIX
Ordinario – Ciclo A (Mateo 14, 22-33) – 13 de agosto de 2017
Es frecuente que sólo nos
acordemos de Dios en tiempos de crisis y dificultad. Cuando navegamos por aguas
tranquilas y nuestra vida transcurre sin particulares sobresaltos, podemos ir
perdiendo la referencia fundamental al Señor. Podríamos decir, utilizando el
lenguaje de san Ignacio de Loyola para referirse a los estados del alma, que en
tiempos de desolación buscamos con más insistencia a Dios; y
que en tiempos de consolación nos olvidamos de él, como la
fuente de toda gracia.
Juan Casiano (ca. 360-435), uno de los padres de
la Iglesia, cuyos escritos marcaron definitivamente el monaquismo de Occidente,
nos presenta, en una de sus obras, algunas causas por las cuales las personas
vivimos momentos de desolación. En primer lugar, dice Casiano,
"de nuestro descuido procede, cuando andando nosotros indiferentes, tibios
y empleados en pensamientos inútiles y vanos, nos dejamos llevar de la pereza,
y con esto somos ocasión de que la tierra de nuestro corazón produzca abrojos y
espinas, y creciendo éstas, claro está que habemos de hallarnos estériles,
indevotos, sin oración y sin frutos espirituales" (Conlationes IV,3).
La segunda causa por la cual Dios permite que tengamos estas
experiencias de abandono, según Casiano, es “para
que desamparados un poco de la mano del Señor (...) comprendamos que aquello
fue don de Dios, y que la quietud, que puestos en esta tribulación le pedimos,
únicamente la podemos esperar de su divina gracia, por cuyo medio habíamos
alcanzado aquel primer estado de paz, de que ahora nos sentimos privados” (Conlationes IV,4).
Ignacio de Loyola, en el siglo
XVI, explicará esto mismo diciendo que Dios permite que vivamos momentos
de desolación “por darnos vera noticia y conocimiento para que
internamente sintamos que no es de nosotros traer o tener devoción crecida,
amor intenso, lágrimas ni otra alguna consolación espiritual, mas que todo es
don y gracia de Dios nuestro Señor; y porque en cosa ajena no pongamos nido,
alzando nuestro entendimiento en alguna soberbia o gloria vana, atribuyendo a
nosotros la devoción o las otras partes de la espiritual consolación” (EE,
322).
Pedro, junto con los demás
discípulos, vive un momento de crisis profunda, cuando en medio de la noche, y
sintiendo que “las olas azotaban la barca, porque tenían el viento en contra”,
ve a Jesús caminando sobre las aguas; dice san Mateo que los discípulos “se
asustaron, y gritaron llenos de miedo: – ¡Es un fantasma!”. La respuesta de
Jesús los tranquilizó: “– ¡Tengan valor, soy yo, no tengan miedo!”
Pedro, entonces, con la
seguridad que le daban estas palabras, dice: “– Señor, si eres tú, ordena que
yo vaya hasta ti sobre el agua”. A lo que Jesús, ni corto ni perezoso, le respondió:
“– Ven”. Entonces, “Pedro bajó de la barca y comenzó a caminar sobre el agua
en dirección a Jesús. Pero al notar la fuerza del viento, tuvo miedo; y como
comenzaba a hundirse, gritó: – ¡Sálvame, Señor! Al momento, Jesús lo tomó de la
mano y le dijo: – ¡Qué poca fe tienes! ¿Por qué dudaste?”
Como Pedro, cuando caminamos
sobre aguas tranquilas guiados y conducidos por el Señor, tenemos la tentación
de sentirnos dueños de lo que hacemos y nos olvidamos de aquel que hace posible
nuestra existencia. De manera que, “para que en cosa ajena no pongamos nido”,
es precisamente en las crisis y en los momentos de turbulencia, cuando
reconocemos la verdadera fuente de nuestra seguridad y, como los discípulos,
después de la tormenta, nos postramos en tierra para decirle al Señor: “–¡En
verdad tú eres el Hijo de Dios!”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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EVANGELIO,
Reflexión,
Tiempo Ordinario
domingo, 6 de agosto de 2017
LA FRASE DE LA SEMANA
CORRESPONDIENTE AL EVANGELIO DE HOY PARA REFLEXIONAR TODA LA SEMANA
PARA VER LA HOMILÍA CLIC AQUÍ: Mt. 17, 1-9
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