Domingo
IV de Adviento – Ciclo C (Lucas 1, 39-45) 23 de diciembre de 2018
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
No sé si habrá sido cierto o
no, pero cuentan que, en un vuelo trasatlántico, un venerable sacerdote, que
regresaba de una peregrinación a tierra santa, entabló conversación con su
vecino de asiento. La charla estuvo muy animada y duró gran parte del viaje.
Cuando el viajero desconocido supo que el sacerdote era el cura párroco de una
conocida parroquia en la ciudad donde él iba a estar unos días de trabajo, le
ofreció ir el domingo a cantar en la misa mayor. El cura se excusó diciéndole
que tenían un coro muy bien organizado y que no veía conveniente desplazarlo de
sus funciones precisamente en la eucaristía más concurrida de toda la semana.
Agradeció la gentileza del viajero, pero rechazó la oferta.
Al llegar al aeropuerto de su
ciudad, después de haber hecho el proceso de migración y de haber recogido las
maletas, el sacerdote salió del aeropuerto y vio a su vecino de asiento
respondiendo a una multitud de periodistas con cámaras fotográficas y de
televisión y toda clase de micrófonos. Picado por la curiosidad sobre la
identidad de su compañero de vuelo, se acercó al primer transeúnte que se le
cruzó y le preguntó si por casualidad sabía quién era ese señor que estaban
entrevistando; “–Claro que se quién es. Se trata de un famoso tenor que viene a
la ciudad a ofrecer una serie de conciertos. Se llama Luciano Pavarotti”.
Poco después de que María
dijo: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí, según tu palabra”, ella
salió “de prisa a un pueblo de la región montañosa de Judea” a visitar a su
prima Isabel, que estaba esperando a Juan el Bautista. Este encuentro sencillo
de amistad, marcado por la acción de Dios en ambas mujeres, refleja la
confianza de la Virgen María en la promesa que había recibido de parte de Dios.
Ella creyó en la promesa que se le hizo de que sería la Madre del Salvador: “El
ángel le dijo: –María no tengas miedo, pues tú gozas del favor de Dios. Ahora
vas a quedar encinta: tendrás un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será un
gran hombre, al que llamarán Hijo del Dios altísimo, y Dios el Señor lo hará
Rey, como a su antepasado David, para que reine por siempre sobre el pueblo de
Jacob. Su reinado no tendrá fin” (Lucas 1, 30-33).
Una promesa como esta no es
fácil de creer. Por eso, su prima Isabel le dijo: “–¡Dios te ha bendecido más
que a todas las mujeres, y ha bendecido a tu hijo! ¿Quién soy yo, para que
venga a visitarme la madre de mi Señor? Pues tan pronto como oí tu saludo, mi
hijo se estremeció de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú por haber creído que
han de cumplirse las cosas que el Señor te ha dicho!”.
Pidamos para que, en este tiempo de Adviento, crezca en nosotros esa
esperanza en que las promesas del Señor se cumplirán. Que el Señor no permita
que nos contagiemos de la desconfianza que pulula hoy por todas partes. Las
promesas que hemos escuchado en este tiempo son incontables. La pregunta es si
las hemos escuchado como promesas electoreras que no entusiasman, o como
promesas del Señor que siempre cumple su palabra. Porque nos puede pasar lo que
le pasó al sacerdote de la historia, que se queda sin escuchar a Pavarotti por
no confiar en lo que le ofrecían.
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