domingo, 25 de septiembre de 2016

“(...) tampoco creerán aunque un muerto resucite”

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 16, 1-13) – 25 de septiembre de 2016

  
En estos momentos, en los que nuestro país (Colombia, pero podría ser México) se siente amaneciendo a una nueva realidad, nos tenemos que hacer conscientes del reto que tenemos delante. Los especialistas en procesos de paz insisten en la diferencia que existe entre el “hacer la paz” (Peace making) y el construir la paz (Peace building). Una cosa es hacer las ‘paces’, como decíamos cuando habíamos tenido una pelea con un amigo o amiga, y otra distinta, construir las condiciones que hacen posible esa paz que llaman ‘estable y duradera’. Desde luego, esto tiene un costo y será alto… vamos a comenzar a hablar de ‘Los precios de la paz’, en lugar de ‘Los costos de la guerra’… Esto supondrá que los que tienen más, estén dispuestos a compartir sus riquezas con los que tienen menos. Cosa que es bien difícil de que se de modo espontáneo y libre. Precisamente allí creo que está el origen de todas las guerras. Esto va a suponer más impuestos para los que tienen más y más ayudas y apoyos, para los que tienen menos. Habrá que pagar más para financiar el desarrollo humano sostenible de toda la población, de modo que se le quite el piso a la violencia en la que vivió sumido este pobre país durante tantos años.

Un artículo de El Tiempo aseguraba hace un tiempo que “Colombia es el tercer país menos equitativo de América Latina, que es la región más inequitativa del mundo. El 10 por ciento de los colombianos más ricos gana 80,27 veces más que el 10 por ciento de los más pobres. En E.U. ese mismo 10 por ciento gana solo 15,9 veces más que el 10 por ciento de los pobres (...) Si se mira la situación desde la perspectiva de la tenencia de la tierra, la inequidad es aún mayor: el 0,4 por ciento de los colombianos, de acuerdo con un estudio del Gobierno, es dueño del 61,2 por ciento de la tierra para fines agrícolas”. No hay que olvidar que estas cifras tienen su origen en un informe del Centro para la Política Internacional (CIP), reconocido grupo de análisis social, publicado en el periódico con mayor circulación en Colombia.

Pocos días después, un buen amigo vio cómo la policía, por petición de los vecinos del sector donde vive actualmente, se llevaba a una vendedora ambulante, que sólo trabaja para vivir y sostener a su familia. Ante el atropello que se estaba cometiendo, mi amigo se acercó y le dijo a los policías: “Trátenla como una persona humana”. Uno de los vecinos, que habían denunciado a la vendedora, respondió: “¡No nos venga ahora con discursos sociales!”. Pero mi buen amigo, encarando al hombre, dijo: “¡No estoy hablando de discursos sociales, sino del Evangelio de nuestro Señor Jesucristo!”

Eso mismo deberíamos repetir hoy después de haber ofrecido los datos de la repartición de las riquezas en nuestro país, y de la necesidad de crear condiciones de mayor igualdad entre los colombianos, como paso necesario en la construcción de la paz: ¡Estamos hablando del Evangelio! La parábola que nos cuenta hoy el Señor parece sacada de nuestra propia realidad: “Había un hombre rico que se vestía con ropa fina y elegante y que todos los días ofrecía espléndidos banquetes. Había también un pobre llamado Lázaro, que estaba lleno de llagas y se sentaba en el suelo a la puerta del rico. Este hombre quería llenarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas”. La historia muestra el destino definitivo del pobre después de su muerte, que es llevado al seno de Abraham, y el destino del rico del que solo dice que “fue enterrado” y llevado un lugar de tormento.

El diálogo entre el rico y Abraham es muy interesante. El rico quiere que Abraham advierta a sus hermanos, por algún medio, para que al morir no vayan al mismo lugar a donde él ha sido llevado. Pero Abraham le recuerda que para eso tienen a Moisés y a todos los profetas. Solo tienen que hacerles caso. Por fin, el rico termina diciendo: “Padre Abraham, eso no basta; pero si un muerto resucita y se les aparece, ellos se convertirán. Pero Abraham le dijo: ‘Si no quieren hacer caso a Moisés y a los profetas, tampoco creerán aunque algún muerto resucite”. Resucitó el Señor, y tampoco le hemos hecho caso. Incluso, al que predica estas cosas lo acusan de estar echando ‘discursos sociales’, cuando lo que está en juego es el anuncio del Evangelio de nuestro Señor Jesucristo y la vida digna para todos.


Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

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