Domingo XXV del
Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 16, 1-13) – 18 de septiembre de 2016
Cuando Juan
recibió su sueldo, en dinero efectivo, como siempre lo hacía el primer día de
cada mes, contó cuidadosamente los billetes, uno a uno, agudizando sus ojos y untando el
dedo con saliva para despegar con fuerza los billetes. Se sorprendió al percatarse
que le habían dado 50.000 pesos más de lo que correspondía. Miró al contador de
reojo para asegurarse que no lo había notado, rápidamente firmó el recibo, se
guardó el dinero dentro del bolsillo y salió del sitio con la mayor rapidez y
discreción posibles, aguantándose, con esfuerzo, las ganas de saltar de la
dicha. Todo quedó así. El primer día del mes siguiente hizo la fila y extendió
la mano para recibir el pago.
La rutina se
repitió y al contar los billetes, notó que faltaban 50.000 pesos. Alzó la
cabeza y clavó su mirada en el cajero, y muy serio le dijo: –Señor, disculpe,
pero faltan 50.000 pesos. El cajero respondió: –¿Recuerda que el mes pasado le
dimos 50.000 pesos más y usted no dijo nada? –Sí, claro –contestó Juan con
seguridad–, es que uno perdona un error, pero dos ya son demasiados.
Esta escena, poco común, me vino a la memoria al
leer el texto evangélico que hoy nos ofrece la liturgia: “Y es que cuando se
trata de sus propios negocios, los que pertenecen al mundo son más listos que
los que pertenecen a la luz”. Esta es la conclusión a la que llega el Señor
después de haber contado la historia del mayordomo que estaba malgastando los
bienes de su señor. Y más adelante dirá: “El que se porta honradamente en lo
poco, también se porta honradamente en lo mucho; y el que no tiene honradez en
lo poco, tampoco la tiene en lo mucho”. La honradez es una virtud que
apreciamos mucho en los demás, pero no siempre sabemos poner en práctica en
nuestras propias vidas. Nos damos perfectamente cuenta cuando los demás no se
portan como deberían, pero no somos capaces de reconocer nuestras propias
inconsistencias. Ya decía el Señor, que tenemos una capacidad infinita de
reconocer la pelusa que tiene nuestro vecino en su ojo, pero no somos capaces
de ver la viga que tenemos en el nuestro (Cfr. Mateo 7, 3-5 y Lucas 6, 41-42).
Así somos, aunque nos cueste reconocerlo.
Pero allí no queda la cosa. Lo que el Señor quería
enseñarnos con esta historia, era que tenemos que utilizar adecuadamente los
bienes de este mundo, para alcanzar una vida plena: “De manera que, si con las
riquezas de este mundo pecador ustedes no se portan honradamente, ¿quién les
confiará las verdaderas riquezas? Y si no se portan honradamente con lo ajeno,
¿quién les dará lo que les pertenece?” En este sentido, no debemos olvidar que
los bienes de este mundo son solamente un medio para alcanzar la vida verdadera
que muestra el sumo y verdadero capitán, de la que habla san Ignacio en una de
las meditaciones más conocidas de los Ejercicios Espirituales(Cfr.
EE 139).
“Ningún sirviente puede servir a dos amos; porque
odiará a uno y querrá al otro, o será fiel a uno y despreciará al otro. No se
puede servir a Dios y a las riquezas”, dirá el Señor más adelante. Valdría la
pena que nos preguntáramos si tenemos nuestro corazón dividido entre el
servicio de Dios y el servicio que prestamos a los bienes. Si nos servimos de
las riquezas para ir construyendo esa vida verdadera a la que Dios nos llama, o
si somos como el hombre de la historia, que calla o reclama, de acuerdo a lo
que más le conviene...
Saludo cordial.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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