Domingo
XXIV del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 15, 1-32) – 11 de septiembre de
2016
Ya habían pasado las 9 de la noche cuando llegué a la casa cansado por el
día de trabajo y de estudio que terminaba. Me llamó la atención oír ruido
al acercarme al apartamento. Le pregunté al portero qué pasaba. Me contó que mi
hermano menor había llegado y cómo mi papá y mi mamá habían organizado una
fiesta para recibirlo. Habían invitado a algunos vecinos y familiares a comer.
Quedé sorprendido porque ya habían pasado tres años desde el día en que mi
hermano se había marchado sin dejar el menor rastro. Antes de desaparecer,
había hecho sufrir mucho a mis papás, porque en su afán por conseguir con
qué comprar la droga que lo tenía esclavizado, había ido desmantelando la
casa de todo tipo de electrodomésticos y objetos de cierto valor. Lo último que
hizo, antes de irse, fue robarse los pocos ahorros que mis papás habían
logrado reunir a lo largo de toda la vida de sacrificios y esfuerzos.
Sentí mucha rabia al saber que se había organizado una fiesta para
recibir a este zángano que no sabía sino gastar lo que otros trabajaban. Me
negué a entrar. Mi papá y mi mamá salieron para tratar de convencerme de que me
uniera a la fiesta. Confieso que mi reacción fue muy dura con ellos: “De
ninguna manera pienso aprobar con mi presencia la alcahuetería de ustedes con
este vago que no ha hecho otra cosa que hacerlos sufrir, primero con sus
vicios y robos, y luego con una ausencia de tres años sin dar la menor señal de
vida. ¿No se dan cuenta de lo que están haciendo? Le están diciendo que
todo lo que hizo estuvo bien y que puede seguir con lo mismo siempre. En lugar
de educarlo y hacerle ver su error, lo que están haciendo es premiarlo por
lo que hizo. ¿Cuándo han organizado ustedes una fiesta para celebrar mis
cumpleaños con mis amigos? Me he pasado la vida aquí al lado de ustedes sin
desacatar la más mínima orden, estudiando ytrabajando para ayudar a sostener
los gastos de la casa, y nunca me lo han agradecido. En cambio, ahora, llega
este muchachito y convierten esto en una fiesta”.
Los argumentos que me dieron no me convencieron. Decían de todas las
formas que estaban contentos porque el hijo que se les había perdido había
aparecido y que se alegraban por saber que estaba vivo el que ya daban por
muerto. No lo podía creer. Era algo que desbordaba mi capacidad de
comprensión. No entendía cómo podía ser posible que hubieran olvidado los
muchos ratos amargos quehabían tenido por su culpa, antes y después de su
desaparición tres años atrás. Estoy seguro de que ustedes también comparten mis sentimientos
y no tendrían agallas para celebrar la llegada de un hijo o un hermano que se
hubiera portado así con la familia. No me cabe en la cabeza que haya
alguien que no sienta lo mismo que yo. Después de todo, Dios no nos pide cosas
que estén por encima de nuestras capacidades.
Las parábolas que nos presenta hoy la liturgia de la Palabra, son la
manera como Jesús quiso revolucionar radicalmente la imagen de Dios que
tenían sus contemporáneos. En lugar de un Dios justiciero y castigador, Jesús
nos presenta un Dios que se alegra más por la conversión de un solo
pecador, que por noventa y nueve justos que no necesitan cambiar nada de su
vida. ¿Nuestra imagen de Dios se parece más al del hijo mayor que no es
capaz de perdonar, o al padre que se alegra por encontrar al que estaba
perdido?
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Excelente, ... ¡para cambiar nuestra imagen de Dios! y dejarnos encontrar, amar... y que yo haga lo mismo con los "malos" ... de mi película.
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