Domingo XIX Ordinario – Ciclo A (Mateo 14, 22-33) – 9 de agosto de 2020
“¡Tengan
valor, soy yo, no tengan miedo!”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Es frecuente que sólo nos acordemos de Dios en tiempos de crisis y dificultad. Cuando navegamos por aguas tranquilas y nuestra vida transcurre sin particulares sobresaltos, podemos ir perdiendo la referencia fundamental al Señor. Podríamos decir, utilizando el lenguaje de san Ignacio de Loyola para referirse a los estados del alma, que en tiempos de desolación buscamos con más insistencia a Dios; y que en tiempos de consolación nos olvidamos de él, como la fuente de toda gracia.
Juan Casiano (ca. 360-435), uno de los padres de la Iglesia, cuyos escritos marcaron definitivamente el monaquismo de Occidente, nos presenta, en una de sus obras, algunas causas por las cuales las personas vivimos momentos de desolación. En primer lugar, dice Casiano, "de nuestro descuido procede, cuando andando nosotros indiferentes, tibios y empleados en pensamientos inútiles y vanos, nos dejamos llevar de la pereza, y con esto somos ocasión de que la tierra de nuestro corazón produzca abrojos y espinas, y creciendo éstas, claro está que habemos de hallarnos estériles, indevotos, sin oración y sin frutos espirituales" (Conlationes IV,3).
La segunda causa por la cual Dios permite que tengamos estas experiencias de abandono, según Casiano, es “para que desamparados un poco de la mano del Señor (...) comprendamos que aquello fue don de Dios, y que la quietud, que puestos en esta tribulación le pedimos, únicamente la podemos esperar de su divina gracia, por cuyo medio habíamos alcanzado aquel primer estado de paz, de que ahora nos sentimos privados” (Conlationes IV,4).
Ignacio de Loyola, en el siglo XVI, explicará esto mismo diciendo que Dios permite que vivamos momentos de desolación “por darnos vera noticia y conocimiento para que internamente sintamos que no es de nosotros traer o tener devoción crecida, amor intenso, lágrimas ni otra alguna consolación espiritual, mas que todo es don y gracia de Dios nuestro Señor; y porque en cosa ajena no pongamos nido, alzando nuestro entendimiento en alguna soberbia o gloria vana, atribuyendo a nosotros la devoción o las otras partes de la espiritual consolación” (EE, 322).
Pedro, junto con los demás discípulos, vive un momento de crisis profunda, cuando en medio de la noche, y sintiendo que “las olas azotaban la barca, porque tenían el viento en contra”, ve a Jesús caminando sobre las aguas; dice san Mateo que los discípulos “se asustaron, y gritaron llenos de miedo: – ¡Es un fantasma!”. La respuesta de Jesús los tranquilizó: “– ¡Tengan valor, soy yo, no tengan miedo!” Pedro, entonces, con la seguridad que le daban estas palabras, dice: “– Señor, si eres tú, ordena que yo vaya hasta ti sobre el agua”. A lo que Jesús, ni corto ni perezoso, le respondió: “– Ven”. Entonces, “Pedro bajó de la barca y comenzó a caminar sobre el agua en dirección a Jesús. Pero al notar la fuerza del viento, tuvo miedo; y como comenzaba a hundirse, gritó: – ¡Sálvame, Señor! Al momento, Jesús lo tomó de la mano y le dijo: – ¡Qué poca fe tienes! ¿Por qué dudaste?”
Como Pedro, cuando caminamos sobre aguas tranquilas guiados y conducidos por el Señor, tenemos la tentación de sentirnos dueños de lo que hacemos y nos olvidamos de aquel que hace posible nuestra existencia. De manera que, “para que en cosa ajena no pongamos nido”, es precisamente en las crisis y en los momentos de turbulencia, cuando reconocemos la verdadera fuente de nuestra seguridad y, como los discípulos, después de la tormenta, nos postramos en tierra para decirle al Señor: “–¡En verdad tú eres el Hijo de Dios!”
Fuente: http://www.religiondigital.
CAMINAR
SOBRE EL AGUA
José Antonio Pagola
Son muchos los creyentes que se sienten hoy a la
intemperie, desamparados en medio de una crisis y confusión general. Los
pilares en los que tradicionalmente se apoyaba su fe se han visto sacudidos
violentamente desde sus raíces. La autoridad de la Iglesia, la infalibilidad
del papa, el magisterio de los obispos, ya no pueden sostenerlos en sus
convicciones religiosas. Un lenguaje nuevo y desconcertante ha llegado hasta
sus oídos creando malestar y confusión, antes desconocidos. La «falta de
acuerdo» entre los sacerdotes y hasta en los mismos obispos los ha sumido en el
desconcierto.
Con mayor o menor sinceridad son bastantes los que se
preguntan: ¿Qué debemos creer? ¿A quién debemos escuchar? ¿Qué dogmas hay que
aceptar? ¿Qué moral hay que seguir? Y son muchos los que, al no poder responder
a estas preguntas con la certeza de otros tiempos, tienen la sensación de estar
«perdiendo la fe».
Sin embargo, no hemos de confundir nunca la fe con la
mera afirmación teórica de unas verdades o principios. Ciertamente, la fe
implica una visión de la vida y una peculiar concepción del ser humano, su
tarea y su destino último. Pero ser creyente es algo más profundo y radical. Y
consiste, antes que nada, en una apertura confiada a Jesucristo como sentido
último de nuestra vida, criterio definitivo de nuestro amor a los hermanos y
esperanza última de nuestro futuro.
Por eso se puede ser verdadero creyente y no ser capaz
de formular con certeza determinados aspectos de la concepción cristiana de la
vida. Y se puede también afirmar con seguridad absoluta los diversos dogmas
cristianos y no vivir entregado a Dios en actitud de fe.
Mateo ha descrito la verdadera fe al presentar a Pedro, que «caminaba sobre el agua» acercándose a Jesús. Eso es creer. Caminar sobre el agua y no sobre tierra firme. Apoyar nuestra existencia en Dios y no en nuestras propias razones, argumentos y definiciones. Vivir sostenidos no por nuestra seguridad, sino por nuestra confianza en él.
Fuente: http://www.gruposdejesus.com
LA
FE-CONFIANZA ES DE PRESENTA
Fray Marcos
Este relato se parece más a los relatos de apariciones
pascuales. Algunos exégetas sugieren que puede tratarse de un relato de Jesús
resucitado, que han colocado más tarde en el contexto de la vida real. La
primera lectura nos empuja a una interpretación espiritual. Tanto Elías como
Pedro reciben una lección. Los dos habían hecho un Dios a su imagen y
semejanza. La experiencia les enseña que Dios no se puede meter en conceptos y
que es siempre más de lo que creemos. Nunca se identifica con lo que pensamos
de Él.
Además de Mt, lo narra Mc y Jn. Los tres lo sitúan
después de la multiplicación de los panes. Los tres presentan a Jesús subiendo
a la montaña para orar. En los tres relatos, Jesús camina sobre el agua.
También coinciden en señalar el miedo de los discípulos; Mt y Mc dicen que
gritaron. La respuesta de Jesús es la misma: Soy yo, no tengáis miedo. En Mc y
Mt, Jesús manda a los discípulos embarcar y marchar a la otra orilla; pero el
verbo griego, deja entrever cierta imposición. En Jn, la iniciativa es de los
discípulos.
En el AT, el monte es el lugar de la divinidad. Jesús,
después de un día ajetreado, se eleva al ámbito de lo divino. Como Moisés, la
segunda vez que sube al Sinaí, va solo. Nadie le sigue en esa cercanía a la
esfera de lo divino. La multitud solo piensa en comer. Los apóstoles piensan en
medrar. Para superar la tentación, Jesús se pone a orar. Orar es darse cuenta
de lo que hay de Dios en él para poder vivirlo. Es muy interesante descubrir
que Jesús necesita de la oración, desbaratando así la idea simplista que
tenemos de que él era Dios, sin más. Jesús tiene necesidad de momentos de
auténtica contemplación.
Jesús sube a lo más alto. Los discípulos bajan hasta
el nivel más bajo. Esperan encontrar allí las seguridades que Jesús les niega
al no aceptar ser rey. En realidad encuentran la oscuridad, la zozobra, el
miedo. Las aguas turbulentas representan las fuerzas del mal. Son el signo del
caos, de la destrucción, de la muerte. Jesús camina sobre todo esto. En el AT
se dice expresamente que solo Dios puede caminar sobre el dorso del océano. Al
caminar Jesús sobre las aguas, se está diciendo que domina sobre las fuerzas
del mal.
En el relato se aprecia la visión que de Jesús tenía
aquella primera comunidad. Era verdadero hombre y como tal, tenía necesidad de
la oración para descubrir lo que era y superar la tentación de quedarse en lo
material. Al caminar sobre el mar, está demostrando que era también verdadero
Dios. La confesión final es la confirmación de esta experiencia. Esta confesión
apunta también a un relato pascual, porque solo después de la experiencia de la
resurrección, confesaron los apóstoles la divinidad de Jesús.
La barca es símbolo de la nueva comunidad. Las
dificultades que atraviesan los apóstoles son consecuencia del alejamiento de
Jesús. Esto se aprecia mejor en el evangelio de Jn, que deja muy claro que
fueron ellos los que decidieron marcharse sin esperar a Jesús. Se alejan
malhumorados porque Jesús no aceptó las aclamaciones de la gente saciada. Pero
Jesús no les abandona a ellos y va en su busca. Para ellos Jesús es un “fantasma”;
está en las nubes y no pisa tierra. No responde a sus intereses y es
incompatible con sus pretensiones. Su cercanía, sin embargo, les hace descubrir
al verdadero Jesús.
El miedo es el primer efecto de toda teofanía. El ser
humano no se encuentra a gusto en presencia de lo divino. Hay algo en esa
presencia de Dios que le inquieta. La presencia del Dios auténtico no da
seguridades, sino zozobra; seguramente porque el verdadero Dios no se deja
manipular, es incontrolable y nos desborda. La respuesta de Jesús a los gritos
es una clara alusión al episodio de Moisés ante la zarza. El “ego eimi” (yo
soy) en boca de Jesús es una clara alusión a su divinidad. Jn lo utiliza con
mucha frecuencia.
El episodio de Pedro, merece una mención especial ya
que tiene mucha miga. Pedro siente una curiosidad inmensa al descubrir que su
amigo Jesús se presenta con poderes divinos, y quiere participar de ese mismo
privilegio. “Mándame ir hacia ti, andando sobre el agua”; que es lo mismo que
decir: haz que yo partícipe del poder divino como tú. Pero Pedro quiere
lograrlo por arte de magia, no por una transformación personal. Jesús le invita
a entrar en la esfera de lo divino y participar de ese verdadero ser: ¡ven!
Estamos hablando de la aspiración más profunda de todo
ser humano consciente. En todas las épocas ha habido hombres que han
descubierto esa presencia de Dios. Pedro representa aquí, a cada uno de los
discípulos que aún no han comprendido las exigencias del seguimiento. Jesús no
revindica para sí esa presencia divina, sino que da a entender que todos
estamos invitados a esa participación. Pedro camina sobre el agua mientras está
mirando a Jesús; se empieza a hundir cuando mira a las olas. No está preparado
para acceder a la esfera de lo divino porque no es capaz de prescindir de las
seguridades.
El verdadero Dios no puede llegar a nosotros desde
fuera y a través de los sentidos. No podemos verlo ni oírlo ni tocarlo, ni
olerlo ni gustarlo. Tampoco llegará a través de la especulación y los
razonamientos. Dios no tiene más que un camino para llegar a nosotros: nuestro
propio ser. Su acción no se puede “sentir”. Esa presencia de Dios, solo puede
ser vivida. El budismo tiene una frase, a primera vista tremenda: “si te
encuentras con el Buda, mátalo”. Podíamos decir si te encuentras con dios,
mátalo. Ese dios es falso, es una creación tuya. Si lo buscas fuera de ti,
estas persiguiendo un fantasma.
También hoy, el viento es contrario, las olas son
inmensas, las cosas no salen bien y encima, es de noche y Jesús no está
presente. Todo apunta a la desesperanza. Pero resulta que Dios está donde menos
lo esperamos: en medio de las dificultades, en medio del caos y de las olas,
aunque nos cueste tanto reconocerlo. La gran tentación ha sido siempre que se
manifestará de forma portentosa. Seguimos esperando de Dios el milagro. Dios no
está en el huracán, ni en el terremoto, ni en el fuego. Es apenas un susurro.
Hoy tenemos que afrontar la misma disyuntiva. O
mantener a toda costa nuestro ídolo, o atrevernos a buscar el verdadero Dios.
La tentación sigue siendo la misma, mantener el ídolo que hemos pulido y
alicatado desde la prehistoria. La consecuencia es clara: nunca encontraremos
al Dios verdadero. Esta es la causa de que se alejen de las instituciones los
que mejor dispuestos están. Los que no aceptan los falsos dioses que nos
empeñamos en venderles. Se encuentran, en cambio, muy a gusto con ese “dios”
los que no quieren perder las falsas seguridades que les dan los ídolos fabricados
a nuestra medida.
El ser humano ha buscado siempre el Dios todopoderoso que hace y deshace a capricho, que empleará esa omnipotencia en favor mío si cumplo determinadas condiciones. Si en la religión buscamos seguridades, estamos tergiversando la verdadera fe-confianza. Dios no puede darme ni prometerme nada que no sea Él mismo. Ni como Iglesia ni como individuos debemos poner nuestra meta en las seguridades externas. Las seguridades que con tanto ahínco busca nuestro yo, son el mayor peligro para llegar a Dios.
Meditación
El ansia de lo divino es una constante en
el ser humano.
Pero queremos conseguirlo por un camino
equivocado.
Lo divino forma parte de mí.
Es la parte sustancial y primigenia de mi
ser.
Cuando descubro y vivo esa Presencia,
despliego todas las posibilidades de ser
que hay en mí.
Fray Marcos
Fuente: http://feadulta.com/
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