Domingo VI del Tiempo Ordinario – Ciclo A
(Mateo 5, 17-37) 12 de febrero de 2017
Jesús
no vino a suprimir la ley judía, ni las enseñanzas de los profetas de Israel.
Jesús vino a llevar esta enseñanza a su plenitud, que es la ley del amor. El
texto del evangelio que nos presenta hoy la liturgia, está marcado por esta
alternancia entre lo que decía la ley del Antiguo Testamento, y lo que Jesús
propone de parte de Dios, fundamentado solamente en el amor. Se trata de un
cambio que no elimina el momento anterior, sino que, conteniéndolo, lo supera.
Va mucho más allá de lo que los mismos profetas hubieran querido y más allá de
lo que la ley pretendía alcanzar, en lo que toca a la regulación de las
relaciones entre las personas y con Dios.
Muchos seguidores de Jesús hubieran
disfrutado mucho si Jesús hubiera acabado con todo lo pasado. De la misma
manera, había muchos otros que hubieran querido un Mesías que no los hiciera
cambiar nada de sus tradiciones y costumbres. Conservar todo o cambiarlo todo,
son dos extremos que se juntan. Los radicales que no aceptan nada de lo pasado
y los radicales que se apegan a las tradiciones porque ‘así se ha hecho
siempre’, están hechos con el mismo material dogmático y cerrado.
En la Iglesia de hoy, encontramos también
estas dos tendencias que se encontró Jesús en su tiempo. Hay quienes quieren
que no les cambien nada de lo que han pensado y hecho toda su vida. Y hay otros
que quieren que todo se reforme o se cambie de modo radical. La propuesta de
Jesús es vivir desde la plenitud y la libertad del amor. En esta perspectiva,
quisiera ofrecer hoy apartes de una reflexión que me parece muy sugerente. Se
trata de un escrito del famoso y polémico teólogo católico, Hans Küng sobre su
permanencia en la Iglesia. Cuando fue sancionado por el Vaticano y le
suspendieron su cátedra de teología en una universidad católica, había personas
que le preguntaban por qué seguía en la Iglesia y por qué no abandonaba su
sacerdocio. Su respuesta fue esta:
“Habiendo asistido a horas mejores, ¿debía
yo abandonar el barco en la tempestad y dejar a los demás con los que he
navegado hasta ahora que se enfrentarán al viento, extraerán el agua y lucharán
por la supervivencia? He recibido demasiado en la comunidad de fe para poder
defraudar ahora a aquellos que se han comprometido conmigo. No quisiera alegrar
a los enemigos de la renovación, ni avergonzar a los amigos… Pero no renunciaré
a la eficacia EN la Iglesia. Las alternativas –otra Iglesia, sin Iglesia– no me
convencen: los rompimientos conducen al aislamiento del individuo o a una nueva
institucionalización. Cualquier fanatismo lo demuestra (…)”.
“Mi respuesta decisiva sería: permanezco
en la Iglesia porque el asunto de Jesús me ha convencido, y porque la comunidad
eclesial en y a pesar de todo fallo ha sido la DEFENSORA DE LA CAUSA DE
JESUCRISTO y así debe seguir siendo. La posibilidad efectiva dependerá de que
en algún lugar un párroco predique a este Jesús; un catequista enseñe
cristianamente; un individuo, una familia o una comunidad recen seriamente, sin
frases; de que se haga un bautismo en nombre de Jesucristo; se celebre la Cena
de una comunidad comprometida y que tenga consecuencias en lo cotidiano; se
prometa misteriosamente por la fuerza de Dios el perdón de los pecados; de que
en el servicio divino y en el servicio humano, en la enseñanza y en la
pastoral, en la conversación y en la diaconía el Evangelio sea predicado,
pre-vivido y post-vivido de verdad. En pocas palabras, se realiza el verdadero
seguimiento de Cristo; el «asunto de Jesucristo» es tomado en serio. (…) ”.
Que estas palabras nos ayuden a
reflexionar sobre nuestra apertura al amor que Jesús vino a proponer, para
llevar a plenitud la ley y los profetas.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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