Domingo V del Tiempo Ordinario – Ciclo A (Mateo 5,
13-16) 5 de febrero de 2017
Cuenta la leyenda que una
vez una serpiente empezó a perseguir a una luciérnaga. Ésta huía rápido con
miedo de la feroz predadora y la serpiente al mismo tiempo no desistía. Huyó un
día y ella la seguía, dos días y la seguía. Al tercer día, ya sin fuerzas, la Luciérnaga se detuvo y le dijo
a la serpiente: ¿Puedo hacerte tres preguntas? –No acostumbro dar
entrevistas a nadie, pero como te voy a devorar, puedes preguntar, contestó la serpiente. –¿Pertenezco a tu
cadena alimenticia?, preguntó la luciérnaga –No, contestó la serpiente –¿Te hice algún mal?, volvió a preguntar la luciérnaga –No, respondió la serpiente –Entonces, ¿por qué quieres acabar conmigo? –Porque no soporto verte
brillar, fue la respuesta simple que dio la serpiente, antes de devorar a la
luciérnaga.
“Ustedes son la sal de este
mundo. Pero si la sal deja de estar salada, ¿cómo podrá recobrar su sabor? Ya
no sirve para nada, así que se la tira a la calle y la gente la pisotea.
Ustedes son la luz de este mundo. Una ciudad en lo alto de un cerro no puede
esconderse. Ni se enciende una lámpara para ponerla bajo un cajón; antes bien,
se la pone en lo alto para que alumbre a todos los que están en la casa. Del
mismo modo, procuren ustedes que su luz brille delante de la gente, para que,
viendo el bien que ustedes hacen, todos alaben a su Padre que está en el
cielo”. Estas palabras de Jesús son el mensaje que nos regala hoy el Evangelio.
Toda una buena noticia que se constituye en una tarea para todos los
cristianos.
La sal servía antiguamente
para evitar la putrefacción de los alimentos. Incluso, la sal fue para muchas
sociedades el elemento que permitió realizar las primeras actividades
comerciales de las que se tiene noticia. Hoy en día, en los lugares en los que no
hay energía eléctrica y no se cuenta con medios para conservar los alimentos,
se sigue teniendo la costumbre de salar las comidas para evitar que se dañen.
Con los alimentos salados se podían hacer largos viajes sin perder las
provisiones necesarias. La sal, por tanto, da sabor, y evita la descomposición.
Sin sal, una sociedad está abocada a la corrupción y a la descomposición de sus
miembros y de sus instituciones. Por su parte, la luz ha servido siempre para
alumbrar y dar calor al hogar. Alrededor de la luz se reunían y se reúnen las
familias para compartir la sabiduría de los mayores. Por esto, la luz también
representa el saber necesario para la supervivencia humana. La luz ha señalado
también el rumbo de los caminantes en medio de la noche. Una sociedad que
pierda la luz, termina perdiendo el saber y el sentido de su marcha hacia el
futuro.
El sabor y el saber se
convierten en una dualidad fundamental en el camino de la vida, porque vivir es
ante todo encontrarle a la vida sentido (luz) y gusto (sal). Es decir, hay que
aprender a vivir con saber y con sabor. Si logramos encontrarle a nuestra vida
sentido pero no encontramos gusto, viviremos densamente, pero tristes. Si
vivimos con gusto, pero sin encontrarle un sentido profundo, viviremos
divertidos pero vacíos. Vivir con saber es vivir con sentido, saber por qué se
vive. Vivir con sabor es vivir con gusto, encontrar cómo hay que vivir. Y no
tenemos que perder de vista que a los corruptos, y a los que no quieren que el
mundo encuentre su camino, les molesta la sal y luz. Como la serpiente
primordial, hoy también hay quienes no soportan sentir el sabor de la sal ni el
resplandor de la luz que estamos llamados a regalarle a la sociedad y a la
iglesia.
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