Domingo XXXII Ordinario – Ciclo A (Mateo 25, 1-13) – 8 de noviembre de 2020
“(...)
no saben ni el día ni la hora”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
La señora Julia Morante es una campesina que estará pasando ya los ochenta abriles. Cuando la conocí, hace unos 20 años, ya viuda y con la mayoría de sus hijos e hijas casados y organizados, seguía madrugando todos los días del año, con lluvia o sin ella, festivos o laborales, a ordeñar las vacas de don Noé Mora, uno de los vecinos ricos de la vereda de Pajarito, en el municipio de Tausa, al norte de Zipaquirá. Ordeñando vacas fue como levantó a su familia en medio de la pobreza digna de los campesinos de esta zona del país. Años más tarde, recordaba a doña Julia cuando le oía decir a un humorista argentino que las vacas no dan leche... se la sacan...
Cuando llegábamos los juniores a su casa todos los fines de semana, hervía un poco de leche y nos brindaba un trozo de pan con una deliciosa taza de leche, todavía humeante. De ella aprendimos algo que en las cocinas de las ciudades no pasa de ser un pequeño incidente, desgraciadamente frecuente, pero que en el contexto de doña Julia era algo muy importante. Según una creencia generalizada entre los campesinos de estas veredas, cuando la leche hervida se riega sobre la estufa de carbón de piedra, las ubres de las vacas de cuartean y esto impide su ordeño adecuado. Por eso, doña Julia estaba muy atenta al momento en que la lecha comenzaba a subir por los bordes de la olleta que usaba para hervirla.
No hay cosa más inesperada, ni más frecuente, que la leche que se derrama sobre las estufas de este país. Si uno se queda mirando la leche, parece que nunca va a hervir. Pero basta un pequeñísimo descuido y las ubres de las vacas sufren las fatales consecuencias; además, limpiar una estufa con leche regada por todas partes, es de lo más incómodo que hay en la cocina.
Según la parábola que Jesús nos cuenta este domingo,
esta es una más de las características del reino de Dios: llega sin avisar. Hay
que estar preparados, porque no sabemos ni el día ni la hora. Las cinco
muchachas previsoras van a esperar al novio, en medio de la noche, preparadas
con suficiente aceite para las lámparas. En cambio, las cinco muchachas despreocupadas
no llevaban aceite para llenar las lámparas por segunda vez. Por eso, a
medianoche, cuando llegó por fin el novio, las primeras entraron a la boda,
mientras que las segundas tuvieron que ir a comprar más aceite para sus
lámparas. Cuando volvieron diciendo, “¡Señor, señor, ábrenos!”, no fueron
aceptadas en la fiesta. Podríamos decir que ya no valió llorar sobre la leche
derramada... Por eso, tenemos que estar despiertos y atentos delante de la olla
de nuestra vida, como doña Julia, “porque no sabemos ni el día ni la hora”.
Fuente: “Encuentros
con la Palabra”
ANTES
DE QUE SEA TARDE
José
Antonio Pagola
Mateo escribió su evangelio en unos momentos críticos
para los seguidores de Jesús. La venida de Cristo se iba retrasando. La fe de
no pocos se relajaba. Era necesario reavivar de nuevo la conversión primera
recordando una parábola de Jesús.
El relato nos habla de una fiesta de bodas. Llenas de
alegría, un grupo de jóvenes «salen a esperar al esposo». No todas van bien
preparadas. Unas llevan consigo aceite para encender sus antorchas; a las otras
ni se les ha ocurrido pensar en ello. Creen que basta con llevar antorchas en
sus manos.
Como el esposo tarda en llegar, «a todas les entra el
sueño y se duermen». Los problemas comienzan cuando se anuncia la llegada del
esposo. Las jóvenes previsoras encienden sus antorchas y entran con él en el
banquete. Las inconscientes se ven obligadas a salir a comprarlo. Para cuando
vuelven, «la puerta está cerrada». Es demasiado tarde.
Es un error andar buscando un significado secreto al
«aceite»: ¿será una alegoría para hablar del fervor espiritual, de la vida
interior, de las buenas obras, del amor...? La parábola es sencillamente una
llamada a vivir la adhesión a Cristo de manera responsable y lúcida ahora
mismo, antes de que sea tarde. Cada uno sabrá qué es lo que ha de cuidar.
Es una irresponsabilidad llamarnos cristianos y vivir
la propia religión sin hacer más esfuerzos por parecernos a él. Es un error
vivir con autocomplacencia en la propia Iglesia sin plantearnos una verdadera
conversión a los valores evangélicos. Es propio de inconscientes sentirnos
seguidores de Jesús sin «entrar» en el proyecto de Dios que él quiso poner en
marcha.
En estos momentos en que es tan fácil «relajarse»,
caer en el escepticismo e «ir tirando» por los caminos seguros de siempre, solo
encuentro una manera de estar en la Iglesia: convirtiéndonos a Jesucristo.
Fuente: http://www.gruposdejesus.com
¡ESPABÍLATE!
¡REBOSA DE ACEITE!
Fray
Marcos
En los tres domingos que quedan vamos a leer todo el
capítulo 25 de Mt (el último antes del relato de la pasión). Los tres episodios
que en él se narran (diez doncellas, los talentos y juicio definitivo, siguen
siendo advertencias a su comunidad con el fin de poner en guardia a los
cristianos de las consecuencias definitivas de sus actitudes vitales. Dios no
puede hacer ya nada. La pelota está en nuestro tejado y depende de nosotros que
la juguemos o no, que la juguemos bien o mal. En cualquier caso, pitarán el
final del partido.
Los textos de estos últimos domingos del año litúrgico
nos invitan a despertar, a estar preparados. Por fortuna, ya no pensamos en ese
Dios vengativo que está al acecho para ver como puede cogernos en un renuncio y
condenarnos. Ya no se oye la tremenda frase: “Dios te coja confesado”, que es
un insulto a Dios y a todo el mensaje de Jesús. Dios no nos espera al final del
camino para someternos a un juicio. No, Dios es el principio y está en nosotros
todos los instantes de nuestra vida para que podamos llevarla a plenitud.
Hoy no tiene sentido meter miedo: No sabéis el día ni
la hora. ¡Temblad! Y eso que, en el ciclo (A), nos libramos de textos
apocalípticos, que son todavía más terroríficos. No es la muerte la que tiene
que dar sentido a nuestra vida, sino al revés; solo viviendo a tope, se aprende
a morir. Aunque solo os quedara un segundo de vida, haríais mal en pensar en la
muerte. Sería mucho más positivo el vivir plenamente ese segundo. La muerte ni
quita ni añade nada. El sentido debemos dárselo a la vida, mientras somos
conscientes.
Recordad: después de un año o más de desposorios, se
celebraba la boda, que consistía en conducir a la novia a la casa del novio,
donde se celebraba el banquete. Esta ceremonia no tenía ningún carácter
religioso. El novio, acompañado de sus amigos y parientes iba a casa de la
novia para conducirla a casa de su propia familia. En su casa le esperaba la
novia con sus amigas, que la acompañaban. Todos estos rituales empezaban a la
puesta del sol y tenían lugar de noche, de ahí la necesidad de las lámparas.
La importancia del relato no la tiene el novio ni la
novia, ni siquiera los acompañantes. Lo que el relato destaca es la luz. La luz
es más importante que las mismas muchachas, porque lo que determina que entren
o no entren en el banquete es que tengan o no tengan el candil encendido. Una
acompañante sin luz no pintaba nada en el cortejo. Ahora bien, para que dé luz
una lámpara, tiene que tener aceite. Aquí está la madre del cordero. Lo
importante es la luz, pero lo que hay que procurar es el aceite.
El aceite y la luz son las obras que manifiestan una
actitud adecuada. Jesús había dicho: “Yo soy la luz del mundo”. Y también:
“Vosotros sois la luz del mundo”. El ser humano es luz cuando ha desplegado su
verdadero ser; es decir, cuando trasciende y va más allá de lo que le pide su
simple animalidad. No es que nuestra condición de animales sea algo malo, al
contrario, es la base para alcanzar nuestra plenitud, pero si no vamos más allá
cercenamos nuestras posibilidades de humanidad.
La primera lectura nos puede ayudar a encontrar el
sentido de la parábola. La verdadera Sabiduría es encontrar el sentido de la
vida. Dar sentido a la vida es más importante que la vida misma. La vida tiene
sentido, pero tenemos que descubrirlo. Esa es la tarea específicamente humana.
Nuestra vida puede quedar malograda como vida humana. Esa es la advertencia de
la parábola. Hay que estar alerta, porque el tiempo pasa. Hay que despertar,
porque de lo contrario, perderás la oportunidad de ser tú.
¿Cuál es el aceite que arde en la lámpara? Si
acertamos con la respuesta a esta pregunta, tenemos resuelto el significado de
la parábola. En (Mt 7,24-27) se dice: “Todo aquel que escucha estas palabras
mías y las pone por obra, se parece al hombre sensato que edificó su casa sobre
roca. Y todo aquel que no las pone por obra, se parece al necio que edificó
sobre arena”. La luz son las obras. El aceite que alimenta la llama es el amor.
El ser sensato no depende de un conocimiento mayor sino de la plenitud de Vida.
Así se entiende que las sensatas no compartan el
aceite con las necias. No es egoísmo. Es que resulta imposible amar en nombre
de otro. Nuestra lámpara no puede arder con aceite prestado. Dar sentido a la
vida no se puede improvisar en un instante. Solo con lo que hay de Dios en mí,
descubierto, reconocido, desplegado, puede considerarse encendido nuestro ser.
Ese despliegue constituye la Sabiduría de la que nos hablaba la primera
lectura. Sin esa llama, seremos irreconocibles incluso para el mismo Dios.
Interpretar la parábola en el sentido de que debemos
estar preparados para el día de la muerte es tergiversar el evangelio. Esperar
una venida futura de Jesús es pura mitología que nos lleva a un callejón sin
salida. La parábola no hace especial hincapié en el fin, sino en la inutilidad
de una espera que no va acompañada de una actitud de amor y de servicio. Las
lámparas deben estar encendidas siempre; si esperamos a prepararlas en el
último momento, toda la vida transcurrirá carente de sentido.
Obsesionados por una “salvación eterna” y para el más
allá, hemos interpretado esta parábola como una advertencia: ¡Cuidado! Si a la
hora de la muerte no estás preparado, irá al fuego eterno para toda la
eternidad. Nada más lejos del sentido del relato. Si el aceite es el amor
manifestado en obras, lo que cuenta es toda una vida consumida en favor de los
demás. No podemos pensar en el último día para que tenga sentido. Hay que
buscar una interpretación más de acuerdo con todo el mensaje de Jesús.
La venida de Jesús al final de los tiempos es una
imagen escatológica, que no podemos tomar al pie de la letra. Tiene un
significado mucho más profundo. Jesús, con su muerte en la cruz, consumió todo
su aceite en una llamarada que sigue iluminándonos. El don total de sí mismo
trasformó todo lo humano en divino. Allí culminó su “historia humana”, porque
solo permanecerá de él lo que le identifica con Dios, y Dios está fuera del
tiempo y del espacio. No nos cabe en la cabeza que el consumirnos sea nuestra
meta.
Los primeros cristianos esperaron la segunda venida de
Jesús de una manera temporal. Nosotros seguimos esperando esa venida en la que
no se hablará de cruz, sino de gloria para todos. No nos gusta cómo terminó
Jesús su paso por la tierra, por eso hemos inventado un futuro a nuestro gusto
para él y para nosotros. Esperamos que vuelva glorioso y nos comunique esa
misma gloria. Esta visión surge de nuestro falso yo, que nunca aceptará el
desaparecer, mucho menos consumirse en beneficio de los demás.
Si queremos dejar de ser necios y empezar a ser
sensatos, debemos desplegar nuestra vida desde otra perspectiva. Tenemos que
abandonar todo proyecto de glorificación, sea en este mundo o sea en el otro, y
entrar por el camino del servicio a los demás hasta la entrega total. El aceite
solo da luz a costa de consumirse. Si aceptamos el programa del evangelio, solo
porque nos han prometido una “gloria”, la cosa no puede funcionar. Estamos
completamente equivocados si pretendemos alzarnos con el santo y la limosna.
Meditación-contemplación
Su experiencia de Dios fue su lámpara
encendida.
Dentro de ti debes descubrir el aceite.
Si prende, dará luz que alumbrará tus
pasos.
Tú eres la lámpara, el aceite y la luz.
Nadie te los puede prestar, porque es tu
propia vida.
Fray Marcos
Fuente: http://feadulta.com/
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