Domingo XXXIV – Cristo Rey –
Ciclo A (Mateo 25, 31-46) – 26 de noviembre de 2017
Hace algunos años conocí al P. Joss Van der Rest, un jesuita belga que
lleva muchos años dedicado a servir a los más pobres en Chile a través de la
obra “El Hogar de Cristo”, fundada por San Alberto Hurtado, S.J., canonizado en
el año 2005 por Benedicto XVI y patrono de una de las parroquias de Bogotá.
Al hablar de su vocación, el P. Joss siempre recuerda que, siendo joven,
prestó servicio militar en su país al final de la Segunda Guerra Mundial. Cuando
los aliados vencieron a Hitler, él tuvo que entrar, montado en un enorme tanque
de guerra, en una población alemana que había sido prácticamente arrasada por
los bombardeos aliados. Desde el visor del poderoso tanque fue descubriendo los
destrozos causados por la guerra. Todo le impresionaba a medida que entraba por
el pueblo... pero lo que lo marcó para toda su vida fue encontrarse, en un
momento de su recorrido, con una estatua del Sagrado Corazón que había perdido
sus brazos por las bombas. Alguien había colgado del cuello de la imagen medio
destruida, un letrero que decía: “No tengo brazos... tengo sólo tus brazos
para hacer justicia en este mundo”. Al regresar a su país, dejó el ejército
y decidió entrar a la Compañía de Jesús para hacer lo que esa imagen del
Sagrado Corazón no podía hacer por los más abandonados de la sociedad.
Jesús presenta, en este último domingo del tiempo ordinario, una parábola
que nos deja siempre delante del juicio definitivo de Dios sobre nosotros: tuve
hambre, tuve sed, anduve como forastero, me faltó ropa, estuve enfermo, estuve
en la cárcel... Algunos atendieron sus necesidades básicas con generosidad,
mientras que otros no hicieron caso y siguieron su camino sin atenderlo. Unos y
otros le preguntan al Hijo del hombre: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o
con sed, o como forastero, o falto de ropa, o enfermo, o en la cárcel?” Y la
respuesta fue la misma para los dos grupos: Les aseguro que todo lo que
hicieron, o lo que no hicieron, por uno de estos hermanos míos más humildes,
por mí mismo lo hicieron, o no lo hicieron.
Todo lo que hacemos por los que más sufren
a nuestro alrededor, lo hacemos al Señor mismo; y todo lo que dejamos de hacer
por los más humildes, lo dejamos de hacer al Señor. Leyendo este texto recordé
parte de una oración que leí hace muchos años:
CRISTO, no tienes manos, tienes sólo nuestras manos
Para construir un mundo nuevo donde habite la
justicia.
CRISTO, no tienes pies,
Tienes sólo nuestros pies
Para poner en marcha a los oprimidos por el camino de
la libertad.
CRISTO, no tienes labios,
Tienes sólo nuestros labios
Para proclamar a los pobres la Buena Nueva de la
libertad.
Saludo cordial.
Hermann Rodríguez, sj
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