Domingo XXXII Ordinario – Ciclo A (Mateo 25, 1-13) –
12 de noviembre de 2017
La señora Julia Morante es una campesina que estará pasando ya los ochenta
abriles. Cuando la conocí, hace unos 20 años, ya viuda y con la mayoría de sus
hijos e hijas casados y organizados, seguía madrugando todos los días del año,
con lluvia o sin ella, festivos o laborales, a ordeñar las vacas de don Noé
Mora, uno de los vecinos ricos de la vereda de Pajarito, en el municipio de
Tausa, al norte de Zipaquirá. Ordeñando vacas fue como levantó a su familia en
medio de la pobreza digna de los campesinos de esta zona del país. Años más
tarde, recordaba a doña Julia cuando le oía decir a un humorista argentino que
las vacas no dan leche... se la sacan...
Cuando llegábamos los juniores a su casa todos los fines de semana, hervía
un poco de leche y nos brindaba un trozo de pan con una deliciosa taza de
leche, todavía humeante. De ella aprendimos algo que en las cocinas de las
ciudades no pasa de ser un pequeño incidente, desgraciadamente frecuente, pero
que en el contexto de doña Julia era algo muy importante. Según una creencia
generalizada entre los campesinos de estas veredas, cuando la leche hervida se
riega sobre la estufa de carbón de piedra, las ubres de las vacas de cuartean y
esto impide su ordeño adecuado. Por eso, doña Julia estaba muy atenta al
momento en que la lecha comenzaba a subir por los bordes de la olleta que usaba
para hervirla.
No hay cosa más inesperada, ni más frecuente, que la leche que se derrama
sobre las estufas de este país. Si uno se queda mirando la leche, parece que
nunca va a hervir. Pero basta un pequeñísimo descuido y las ubres de las vacas
sufren las fatales consecuencias; además, limpiar una estufa con leche regada
por todas partes, es de lo más incómodo que hay en la cocina.
Según la parábola que Jesús nos cuenta este domingo, esta es una más de las
características del reino de Dios: llega sin avisar. Hay que estar preparados,
porque no sabemos ni el día ni la hora. Las cinco muchachas previsoras van
a esperar al novio, en medio de la noche, preparadas con suficiente aceite para
las lámparas. En cambio, las cinco muchachas despreocupadas no
llevaban aceite para llenar las lámparas por segunda vez. Por eso, a
medianoche, cuando llegó por fin el novio, las primeras entraron a la boda,
mientras que las segundas tuvieron que ir a comprar más aceite para sus
lámparas. Cuando volvieron diciendo, “¡Señor, señor, ábrenos!”, no fueron
aceptadas en la fiesta. Podríamos decir que ya no valió llorar sobre la leche
derramada... Por eso, tenemos que estar despiertos y atentos delante de la olla
de nuestra vida, como doña Julia, “porque no sabemos ni el día ni la hora”.
Hermann Rodríguez
Osorio, S.J.
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