Domingo XXXI Ordinario – Ciclo A (Mateo 23, 1-12) – 5
de noviembre de 2017
Suena el timbre de la puerta y sale el niño a ver quién es. Pregunta un
señor por su mamá. Viene ofreciendo repuestos para ollas a presión. Va el niño
hasta la cocina, donde la mamá está atareada por las labores domésticas y le
dice: “Mamá, te busca un señor en la puerta”. La mamá, un poco desesperada
porque llega la hora del almuerzo y todavía no está todo listo, le dice: “Ve y
dile que no estoy; que venga después”. El niño, en su inocencia, regresa a la
puerta y le dice al señor: “Manda decir mi mamá que no está; que por favor
vuelva más tarde”. El señor, evidentemente, como los personajes de Condorito,
se cae para atrás... Esta escena, con variables muy diversas, se suele repetir
en medio de nuestras familias con mucha frecuencia... Luego, cuando el niño le
dice a la mamá que estaba haciendo tareas en la casa de un vecino, pero llega
sudando y con los zapatos raspados de tanto jugar fútbol en el parque, recibe
una fuerte reprimenda por mentiroso.
Hace unos días leía una frase de algún famoso pensador que decía: «El
ejemplo no es la mejor manera de enseñar. Es la única». Lo que vemos hacer a
las personas importantes en nuestra vida, es lo que aprendemos. Lo que nos
dicen y enseñan, no acaba de consolidarse en nuestro interior si no está
corroborado y respaldado por el testimonio de vida de aquellos que nos forman
desde nuestra infancia.
Jesús le dice a la gente y a sus discípulos que obedezcan y hagan todo lo
que los maestros de la ley y los fariseos les enseñan. Pero les advierte que no
deben seguir su ejemplo, “porque ellos dicen una cosa y hacen otra”. Más
coloquialmente, entre nosotros, esto se ha traducido con la famosa frase: “El
cura predica, pero no aplica”, cosa que no sólo se acomoda a lo curas,
evidentemente... Cada uno tiene que preguntarse, con mucha sinceridad, por su
coherencia personal entre lo que enseña en su casa, en su trabajo, en las
relaciones con los demás, y lo que hace.
El P. Arrupe, cuando era Superior General de los jesuitas, fue un hombre
que siempre respaldó su palabra con su vida; el P. Luis González cuenta una
anécdota que me parece que confirma esto: Dice Luis González que Arrupe
acostumbraba ir a orar largos ratos al piso bajo de la casa del Gesù, en Roma,
donde hay varias capillas que guardan los recuerdos de los años romanos de san
Ignacio de Loyola. Una vez, mientras estaba haciendo oración en una de esas
pequeñas capillas, un jesuita norteamericano se presentó para celebrar la
eucaristía en una de esas capillas. El P. Arrupe se ofreció a ayudarle. Él
mismo comentaba, no sin malicia, que el jesuita celebró la eucaristía con
ciertas licencias litúrgicas... Cuando terminó la celebración, ya en la
sacristía, el Padre norteamericano le preguntó amablemente a su ayudante:
– Y
¿cómo se llama, hermano?
– “Arrupe”,
le contestó el gentil sacristán...
El jesuita norteamericano por poco se cae del susto, como el señor que
golpeó a la puerta de la casa que comenzaba esta página.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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