Domingo XXVIII Ordinario – Ciclo A (Mateo 22, 1-14) – 15 de octubre de 2017
Diana, la condesa de Belflor y Teodoro, son los protagonistas de El
perro del hortelano, comedia de Lope de Vega que Pilar Miró, directora
de cine española, llevó a la pantalla pocos años antes de morir. Lope de Vega
recoge en esta comedia una de las realidades humanas más paradójicas.
Diana se enamora perdidamente de Teodoro, su secretario, pero sabe que es
un amor imposible, porque los separa una distancia insalvable de cuna: la una,
perteneciente a la alta nobleza, y el otro, un simple plebeyo. La condesa de
Belflor no se atreve a expresar, sino de modo muy sutil, su afecto. Pero cuando
ve que Teodoro busca a una mujer de su estirpe para establecer un hogar, Diana
manifiesta, sin manifestar, sus sentimientos por Teodoro y lo seduce. Sin
embargo, cuando ha logrado que Teodoro abandone a su prometida, y abrigue la
esperanza de un amor que parecía imposible, Diana vuelve a tomar la distancia
que le signó su nobleza. No alargo el cuento, porque la comedia se desarrolla
en el ir y venir de los afectos, que nunca se encuentran. Seducciones y
rechazos, atracciones y distancias.
La parábola que Jesús cuenta a los jefes de los sacerdotes y a los
ancianos, en el templo de Jerusalén, refleja esta misma realidad humana. Los
invitados a la fiesta de bodas no aceptan la convocatoria y desprecian la
invitación a unirse a la alegría del rey el día del matrimonio de su hijo. Esto
es lo que motiva al rey a ordenar a sus criados que vayan “a las calles
principales, e inviten a la boda a todos los que encuentren”. Dice Jesús que
“los criados salieron a las calles y reunieron a todos los que encontraron, malos
y buenos; y así la sala se llenó de gente”. Pero, desde luego, es importante
estar dispuestos para la fiesta; esto es lo que explica la reacción del rey con
el que no iba vestido con traje de boda.
Los dueños de la religión y de la fe, en la época de Jesús, ni aceptaban
ellos mismos la oferta de la salvación, ni dejaban que otros la aceptaran; en
lugar de ser mediadores entre Dios y los hombres, se convertían en obstáculos
para este encuentro. Por eso Dios se ve obligado a extender su invitación a
todos los pueblos, a todas las gentes que quieran acoger este llamado, malos y
buenos.
Tal vez hoy también nos pase un poco de lo mismo. Somos invitados por Dios
al banquete del reino, pero muchas veces tenemos excelentes disculpas para no
participar de la fiesta de Dios; y fácilmente nos podemos convertir en
obstáculos para que otros se encuentren con Dios. No nos contentamos con
despreciar la invitación, sino que, además, impedimos que otros vayan a la
fiesta. Mejor dicho, nos pasa como al perro del hortelano, que ni
come, ni deja comer...
Saludo cordial.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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