Domingo XXVI Ordinario – Ciclo A (Mateo
21, 28-32) – 1 de octubre de 2017
Una caricatura de Justo y Franco, dos personajes de las tiras cómicas
publicadas en un periódico colombiano, traía alguna vez cinco escenas que me
impactaron. En el primer cuadro aparecían dos hombres de las cavernas en lo
alto de un barranco tallando una enorme rueda de piedra. El segundo cuadro
mostraba cómo, en medio de su trabajo, se les suelta la rueda, que cae al
vacío; al fondo del barranco había otro hombre que iba saliendo de una de las
cavernas, justo debajo del barranco por donde cae la enorme rueda de piedra. En
el tercer cuadro la piedra cae encima del hombre que salía de la caverna. Los dos
personajes contemplan la escena desde lo alto del barranco. El cuarto cuadro
muestra cómo el hombre que es golpeado insulta a los dos cavernícolas que están
en lo alto del barranco contemplando el daño que han hecho sin querer... Por
último, en el cuadro final, mientras la víctima se aleja, mientras sigue
insultando a sus agresores, los dos hombres en lo alto comentan: “Esta moda del
idioma es una linda invención, pero las palabras nunca reemplazarán a los palos
y las rocas”.
Efectivamente, esta moda del idioma, como llaman estos
cavernícolas a los insultos del afectado por el accidente de trabajo,
nunca reemplazarán la contundencia de las acciones. Comúnmente se dice que las
palabras lo aguantan todo, y es verdad. Hablar, prometer, jurar, asegurar,
y aún orar, si no se traducen en acciones muy concretas que sirvan de autenticación de
lo que se ha hablado, prometido, jurado, asegurado o, incluso, orado, nos
quedamos a la mitad del camino.
Conozco a muchas personas a quienes les gusta conversar sobre sus
dificultades para vivir la fe; tienen serias dudas sobre muchos de los dogmas
de nuestro credo, no comparten muchas de las orientaciones disciplinarias de la
Iglesia, les cuesta mucho vivir una práctica ritual sin acabar de entender del
todo su contenido... Sin embargo, viven con bastante coherencia su propia
existencia. Tratan de ser fieles a su propia conciencia que les va
indicando el camino que deben tomar en circunstancias complejas y
confusas. Conozco también, y sobre todo porque me conozco a mi, a
personas que afirman todos y cada uno de los dogmas, hacen gala de seguir
milimétricamente las orientaciones disciplinarias de la Iglesia y se ufanan de
ser fieles a los ritos y prácticas religiosas a los que obliga la fe; sin
embargo, a la hora de las definiciones, nos quedamos cortos en nuestra
respuesta generosa y entregada.
“¿Cuál de los dos hizo lo que su padre quería?” Es la pregunta que Jesús le
lanza a los Jefes de los sacerdotes y a los ancianos de los judíos en pleno
templo de Jerusalén, después de contarles la parábola de los dos hijos; uno que
dice “¡No quiero ir! Pero después cambió de parecer, y fue”. Y el otro que dice
“Si, señor, yo iré. Pero no fue”. Desde luego, sus interlocutores no podían
quedar tranquilos. De alguna forma se explica la pasión y muerte del
Señor. Porque decirle a los Jefes que “los publicanos y las prostitutas entrarán antes que ustedes en el
reino de Dios” es una manera de utilizar esa moda del idioma de
la que se burlaban los cavernícolas de la tira cómica.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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