Domingo IV de Cuaresma – Ciclo A (Juan 9,
1-41) 26 de mazo de 2017
El diagnóstico que nos acaban de dar es fatal; la enfermedad apareció de
repente y no hubo tiempo de prevenirla. Fue un accidente horrible; nadie
esperaba que muriera tan joven. En el cruce de balas lo hirieron y quedó
parapléjico; le espera una vida entera de sufrimiento. La ecografía dice que el
niño va a nacer con una deficiencia grave; será una carga pesada de llevar para
toda la familia. Noticias como estas no se las desea uno a nadie. Pero llegan
muchas veces. Y siempre, sin avisar. El dolor en este mundo es muy grande y
toca, más tarde o más temprano, a nuestra puerta, y entra sin pedir permiso.
“Cuando le pasan cosas malas a la gente buena” es el título de un
libro escrito por un rabino norteamericano que vio nacer a uno de sus hijos con
una penosa enfermedad, que lo acompañó hasta su muerte, a los catorce años;
murió sin saber por qué él y sus padres, habían tenido que sufrir tanto. Desde
luego, este libro no logra explicar del todo el origen del mal en el mundo,
pero sí nos ayuda a entender algunas de las situaciones que viven aquellas
personas que han sufrido injustamente. Es un buen intento por descurbrir el
sentido que tiene el dolor del inocente.
Los discípulos, viendo al ciego de nacimiento, le preguntan a Jesús:
“¿Por qué nació ciego este hombre? ¿Por el pecado de sus padres, o por su
propio pecado?”. Esta pregunta aparece siempre ante el dolor y el sufrimiento
del inocente. Buscamos la culpa en alguien. Buscamos alguna
explicación, algún sentido al dolor, porque no nos cabe en la cabeza que no
haya una causa que lo explique. Pero siempre, las
explicaciones y los razonamientos que hacemos se quedan cortos. El sufrimiento
desborda nuestros intentos por entenderlo y explicarlo. Eso ha pasado muchas
veces en medio de tragedias que no tienen explicación y sucesos que dejan al
descubierto nuestra propia contingencia.
La respuesta que da Jesús puede decirnos algo, aunque hay que reconocer
que el misterio sigue allí, sin aclararse plenamente: “Ni por su propio pecado
ni por el de sus padres; fue más bien para que en él se demuestre lo que Dios
puede hacer. Mientras es de día, tenemos que hacer el trabajo del que me envió;
pues viene la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en este mundo,
soy la luz del mundo”. ¿Qué culpa puede tener el niño al nacer? ¿Por qué iba a
cargar el niño con el pecado de sus padres? Sin embargo, esta es la explicación
que le damos muchas veces, al dolor. Necesitamos un chivo expiatorio y lo
buscamos en otros o en nosotros mismos. Tratamos de descurbrir el origen del mal
en algún comportamiento nuestro.
El dolor y el sufrimiento no se pueden explicar. Tal vez lo peor que
podemos hacer es buscar culpables o culparnos a nosotros mismos. El dolor es
una pregunta que nos lanza la vida y que nos abre a lo que Dios puede hacer en
nosotros y, a través nuestro, en los demás. El Señor nos invita a ser una luz
para aquellos que transitan por el camino del dolor, como lo fue él para aquel
ciego que recuperó la vista después de bañarse en el estanque de Siloé.
“Después de haber dicho esto, Jesús escupió en el suelo, hizo con la saliva un
poco de lodo y se lo untó al ciego en los ojos. Luego le dijo: – Ve a lavarte
al estanque de Siloé (que significa ‘enviado’)”.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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