Domingo
II de Cuaresma – Ciclo A (Mateo 17, 1-9) 12 de mazo de 2017
Tengo
ante mi en estos días la imagen de dos parejas enamoradas: una de ellas se casa
en junio próximo y la otra cumple sus bodas de oro matrimoniales en enero del
próximo año. Los primeros están experimentando el goce mágico de una pasión
enamorada que los llena de entusiasmo para comenzar a caminar juntos; los
segundos disfrutan del amor fiel y de la mutua compañía en la cima del camino,
contemplando, sin acabar de creérselo, la distancia que han recorrido. Para
ambas parejas el paisaje es muy distinto. Contemplan el mismo camino desde
extremos, aparentemente, opuestos. Sin embargo, el amor que los sostiene tiene
la misma raíz. Las dos parejas escuchan la misma palabra que les dice:
“Levántense; no tengan miedo”. Esta raíz es la promesa que han recibido y que
se va haciendo historia en el diario caminar del amor de Dios en ellos.
¿Quién
sería capaz de embarcarse en un proyecto tan complejo como el matrimonio si
antes no experimentara, de alguna forma, las mieles luminosas del paraíso que
van a construir paso a paso? ¿Quién sería capaz de entrar en un seminario o en
una casa de formación religiosa para consagrarse plena y definitivamente al
seguimiento y al anuncio del Señor, sin estar, en cierto modo, borrachos de
amor hacia Aquél que nos invita y por la misión a la que nos envía? No
podríamos comenzar una tarea que abarque la totalidad de nuestra existencia, si
nos quedáramos mirando solamente los inconvenientes y las contingencias del
proceso, olvidando levantar la vista, por lo menos de vez en cuando, hacia el
destino final que nos espera.
Pedro,
Santiago y Juan, subieron con el Señor a un cerro muy alto y allí, como un
relámpago en medio de una noche cerrada, se reveló para ellos el misterio
último de la vida de Jesús. Pudieron contemplar al Señor transfigurado,
recordando el brazo fuerte y extendido del Dios de Moisés, que era incapaz
de soportar la esclavitud de su pueblo en Egipto y, al mismo tiempo, sintieron
la brisa suave que refrescó el rostro del profeta Elías en el monte Horeb.
“Allí, delante de ellos, cambió la apariencia de Jesús. Su cara brillaba como
el sol, y su ropa se volvió blanca como la luz. En esto vieron a Moisés y Elías
conversando con Jesús”. Ellos pensaron que habían llegado al final del camino y
le propusieron al Señor que harían tres tiendas para quedarse allí para
siempre. Sin embargo, el camino hacia el calvario apenas comenzaba y todavía
tenían que acabar de subir a Jerusalén para asumir las dificultades y
sufrimientos que les esperaban en la Ciudad Santa.
El
sentido que tiene este evangelio, cuando comenzamos el tiempo de Cuaresma, es
mostrarnos, precisamente, el final del camino, la promesa hacia la cual
dirigimos nuestros pasos. El Señor nos concede muchas veces probar un poco las
delicias del paraíso, en medio de las vicisitudes de nuestra existencia, para
fortalecernos y animarnos a construir el amor fiel de la entrega total. El
peligro que tiene la pareja que comienza su camino de amor es pensar que todo
él será un jardín de rosas y no se decidan a construir día a día y paso a paso,
una relación fiel que los lleve a vivir en plenitud. Y el riesgo que corren los
que están a punto de llegar a sus bodas de oro es que olviden que algún día su
corazón vibró apasionadamente y que lo que han ido edificando a lo largo de
tantos años es exactamente lo que el Señor llama un amor que llega hasta el
extremo.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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