Domingo
IV de Adviento – Ciclo A (Mateo 1, 18-24)
– 18 de diciembre de 2016
Hace un tiempo, fui a visitar un sector de la ciudad de Medellín que no
visitaba hacía unos años. Colaboré allí cuando era novicio. Fui al barrio
Popular No. 1 con una religiosa que trabaja allí, en una escuela de Fe y
Alegría en la que se educan dos mil doscientos (2200) niños y niñas, desde
preescolar hasta undécimo grado. Lo primero que me impactó fue llegar allí en
Metro Cable, un sistema novedoso que bien podrían envidiar cualquier ciudad del
mundo. Unas góndolas que surcan los aires por encima de las viviendas sencillas
de la gente que habita el nororiente de Medellín. Un espectáculo maravilloso,
construido por el ingenio humano. Toda una alabanza al Dios bueno que
nos sigue salvando en medio de nuestras miserias.
Pero lo que
realmente me impactó fue la visita que pude hacer a cuatro hogares que tienen
toda una historia, de la cual pude ser testigo en algún momento de mi vida y
que hoy han vuelto a hacerse Palabra de Dios para mi... La primera visita fue a
la casa de las Amayas, que siguen gozando de buena salud a pesar de su avanzada
edad. Nunca he sabido cómo subsisten en medio de tanta pobreza. Me recibieron
con la misma alegría de siempre. Ya María, la mayor, está gozando de Dios, con
el abuelo José, un verdadero santo. Ángela, arrugada como una uva pasa, sigue
irradiando optimismo. Lola, más sorda que una tapia, recuerda las fechas con
una exactitud prodigiosa. Carmen sigue con su buen humor. Por último, la Nena,
con una trombosis que la tiene medio paralizada. Todo un himno de confianza
en Dios, propio de este tiempo de Adviento.
Estuve luego en la casa de Francisco y Oralia. Mientras Francisco seguía
arreglando un nicho para colocar una imagen de María Auxiliadora en la puerta
de su casa, Oralia me contó una historia muy triste: cuatro de sus seis hijos
varones han sido asesinados. Siempre que recibió en sus brazos el cadáver de
alguno de sus hijos, repitió una oración para pedir a Dios que perdonara a los
asesinos. “Perdonar de corazón, me ha liberado de la amargura y del odio. Nunca
he querido guardar ningún resentimiento contra los que nos han hecho tanto
daño...”, me dijo, mientras las lágrimas se asomaban a sus ojos. Dios le ha
permitido perdonar de corazón, otra gracia típica de este tiempo.
La tercera familia que visité fue el hogar de Quique y Orfa. Cuando los
conocí en 1979, tenían cuatro hijos; al irme para Bogotá, dos años después,
tenían seis; y al volver a los dos años, tenían ocho... En total, tuvieron diez
hijos que han sacado adelante con el trabajo honrado y sencillo de los pobres
de este mundo. Juan, el segundo de los hijos, está desempleado. Siguen
caminando a pesar de las dificultades. No han dejado de luchar. Me invitaron a esperar
contra toda esperanza.
Por último, visité a doña Angélica, una señora muy pobre que me daba el
almuerzo los domingos, durante el tiempo de mi noviciado. La encontré muy
decaída y enferma; tiene un cáncer que se la está comiendo poco a poco. Su hijo
menor también murió asesinado y Juan, el penúltimo, sigue con ella, trabajando
para sostenerla. “Pídale al Señor, que si es su voluntad, me devuelva la salud.
Si no, que se haga su voluntad”, me dijo cuando me despedí. Ya quisiera yo
tener la misma tranquilidad para repetir con ella y con la virgen María: “Hágase
en mi, según tu palabra”.
Cuando llegué a
la casa de las religiosas donde estaba acompañando una experiencia de
Ejercicios Espirituales, me “encontré” con esta Palabra que me recuerda lo que
Dios le dijo en sueños a San José: “María, tendrá un hijo, y le pondrás por
nombre Jesús. Se llamará así porque salvará a su pueblo de sus pecados”. Dios
nos sigue salvando de nuestro pecados haciéndose alabanza, confianza, perdón,
esperanza y apertura a su voluntad en la vida de los pobres y sencillos de este
mundo. El Emanuel, el “Dios con nosotros” se sigue revelando de una manera
privilegiada en la vida de los pobres y solamente desde allí nos vendrá la
salvación que tanto esperamos.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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