Santa María Madre de Dios – Ciclo A (Lucas 2, 16-21) – 1 de
enero de 2017
Oí alguna ve la
historia de un muchacho que entró con paso firme a una joyería y le pidió al
dueño que le mostrara el mejor anillo de compromiso que tuviera. El joyero le
presentó uno. La hermosa piedra solitaria brillaba como un diminuto sol
resplandeciente. El muchacho contempló el anillo y con una sonrisa lo aprobó.
Preguntó luego el precio y se dispuso a pagarlo. “¿Se va usted a casar
pronto?”, le preguntó el joyero. “No”, respondió el muchacho. “Ni siquiera
tengo novia”. La muda sorpresa del joyero hizo sonreír al muchacho. “Es para mi
mamá”, dijo él. “Cuando yo iba a nacer, estuvo sola. Alguien le aconsejó que me
matara antes de que naciera, así se evitaría problemas. Pero ella se negó y me
dio el don de la vida. Y tuvo muchos problemas. Fue padre y madre para mí; fue
amiga, hermana y maestra. Me hizo ser lo que soy. Ahora que puedo, le compro
este anillo de compromiso. Ella nunca tuvo uno. Yo se lo doy con la promesa de
que si ella hizo todo por mí, ahora yo haré todo por ella. Quizá después
entregue yo otro anillo de compromiso, pero será el segundo”. El joyero no dijo
nada. Tomó el anillo, ordenó que lo empacaran hermosamente y luego se lo
entregó al muchacho diciéndole: “Llévelo, es un obsequio mío. Hubiera querido
conocer a mi madre, pero murió en el momento en que me dio a luz”.
Esta bellísima
historia puede hacer que las lágrimas se asomen a muchos ojos, porque pone de
manifiesto el amor tan grande que puede despertar una madre valiente que es
capaz llevar a su hijo, no solamente nueve meses en su vientre, sino sacarlo
adelante a pesar de las adversidades que se puedan cruzar por el camino de la
vida de cualquier ser humano. También puede traer a la memoria agradecida, el
don precioso de la vida que haya ofrecido una madre por la vida de su hijo o
hija. Muchas madres mueren en el momento de dar a luz. Estoy seguro que si le
preguntan a una mamá si prefiere arriesgar su vida o arriesgar la vida de su
hijo, se inclinaría sin temor por la primera opción. Las madres, como Dios,
están dispuestas a dar la vida por sus hijos, más que cualquier ser humano por
ningún otro.
Hoy la Iglesia
nos invita a celebrar, en una única solemnidad, a Santa María, Madre de Dios y
la imposición del nombre de Jesús. Dos realidades íntimamente ligadas. La
maternidad de María abre un espacio para el nombre de Jesús, que llegó a ser
fuente de salvación eterna para todos los que lo obedecen (Cfr. Hebreos 5, 9) y
ante el cual “doblen todos las rodillas en el cielo, en la tierra y debajo de
la tierra” (Filipenses 2, 10). Y, a su vez, es el nombre de Jesús el que le da
un valor infinito a la maternidad divina de la Virgen María.
Cuando María
decidió tener a su hijo, enfrentando la dificultad que podría tener con su
prometido y con toda la sociedad, que juzga inmisericordemente a las madres
solteras, sabía que se echaba una pesada carga encima. Su valor, su entereza,
su respeto al don supremo de la vida, hizo que la reconociéramos como la Madre
de Dios. Allí está la fuerza de esta solemnidad.
Pidamos al
Señor, al celebrar esta solemnidad y al comenzar el año civil, que nos regale
un corazón agradecido, como el de la Virgen María, para que sepamos acoger y
respetar cualquier brote de vida que el Señor quiera poner en nuestras manos,
de manera que nos convirtamos en sus fieles colaboradores en la construcción de
un mundo en el que todas las personas, sin importar su raza, su lengua, su
género, su religión, su estrato social, su nivel económico, puedan tener vida y
vida en abundancia.
Hermann Rodríguez
Osorio, S.J.
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