Domingo
II de Adviento – Ciclo A (Mateo 3, 1-12)
– 4 de diciembre de 2016
Cuentan que un
sacerdote y un taxista que tenían idéntico nombre, murieron el mismo día. El
taxista tenía fama de ser muy mal conductor, mientras que el sacerdote era
reconocido entre sus vecinos como santo. Al llegar al cielo, al taxista lo
atendieron muy bien; lo hicieron seguir a la mejor sala y le dieron un puesto
importante, mientras que al sacerdote lo dejaron a un lado. Cuando el sacerdote
se dio cuenta de la discriminación con que lo habían tratado, le dijo a San
Pedro: “Oiga, debe haber una equivocación. Ese señor taxista se llama igual que
yo, pero tenía pésima fama entre los vecinos de nuestro pueblo. ¿Cómo es
posible que lo hayan recibido como a un santo, mientras que a mi, que fui
sacerdote toda la vida, me han dejado en un puesto sin el menor brillo?” San
Pedro, entonces, le explicó al sacerdote: “Mire, aquí trabajamos por
resultados”. El sacerdote puso cara de no haber entendido nada, de modo que San
Pedro continuó: “Verá usted, los informes que hemos recibido dicen que cuando
ese taxista manejaba, todo el mundo rezaba, incluidos los que iban en el taxi.
Pero nos han informado que cuando usted predicaba los domingos en la parroquia,
todo el mundo dormía...”.
El tiempo de
Adviento tiene un carácter penitencial... Es un tiempo de preparación para la
venida del Señor. Los cristianos y cristianas estamos invitados a renovar
nuestra propia vida para acoger a Dios que quiere volver a poner su tienda
entre nosotros. La misión de Juan el Bautista fue precisamente llamar a sus
contemporáneos a preparar los caminos del Señor: “En su predicación decía:
‘¡Vuélvanse a Dios, porque el reino de los cielos está cerca!”. Eso mismo nos
dice hoy a cada uno de nosotros. Este tiempo, entonces, es una oportunidad para
revisar nuestra vida y reconocer aquellas actitudes que tenemos que cambiar. Es
un tiempo de reforma, de conversión, de cambio.
Es posible que
haya dimensiones de nuestra vida que tengamos que revisar y corregir para que
Dios pueda encarnarse de nuevo en nuestra historia. Dios no nace en el pesebre
bien adornado y bonito que organizamos en nuestras casas. No nace en los
pesebres con muchas luces y figuritas que se elaboran en las parroquias. Mucho
menos va a nacer debajo de los arbolitos de navidad que nada tienen que ver con
nuestra tradición cristiana. Dios sólo puede nacer en un corazón que se prepara
para acoger su propuesta y se dispone a dejarse transformar por el amor.
Nuestro corazón es el único pesebre en el que Dios puede volver nacer de nuevo
entre nosotros. Los otros pesebres son apenas el símbolo de lo que queremos
vivir nosotros mismos.
Es posible que nuestro
corazón, como el pesebre de Belén, no sea el lugar más elegante, ni tenga todas
las comodidades de un gran palacio. Es posible que nuestro corazón necesite una
limpieza y algunos ajustes para acoger al Hijo de Dios. Lo importante es que
esté dispuesto a recibir la pequeñez de un Dios que se abaja para rescatarnos.
Muy seguramente esto significará un cambio de rumbo en nuestro camino, una
reforma de vida, una transformación interior. Y, por otra parte, esto tendrá
que hacerse visible y expresarse en comportamientos nuevos de cercanía a los
más frágiles, de acogida a los más débiles, de amor a los más pequeños. No
olvidemos tampoco que lo más importante no son los títulos o las certificaciones.
En el cielo nos evaluarán por los resultados.
Hermann Rodríguez
Osorio, S.J.
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