Domingo XXXI del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 19, 1-10) – 30 de octubre de 2016
En
uno de los programas de la serie radiofónica ‘Un tal Jesús’, se dice que Jesús
le contó esta historia a sus discípulos: Había una vez un pastor que tenía cien
ovejas. Una de ellas tenía una pata coja y siempre iba retrasada. Un día, el
pastor llegó ya tarde a su casa y comenzó a contar a las ovejas para saber si
todas estaban a salvo. Las fue contando a medida que iban entrando al corral.
Su sorpresa fue grande cuando se dio cuenta de que sólo había noventa y nueve
ovejas; de modo que volvió a contarlas para estar seguro. Cuando comprobó que
una se le había perdido, cayó en la cuenta de que la que se le había perdido
era, precisamente, la oveja que tenía una pata coja...
Ya
había caído la noche y comenzaba a llover; de modo que el pastor se puso pensar
si debía ir a buscar a la oveja perdida o si debía quedarse cuidando las
noventa y nueve que estaban en el corral. Mientras tanto, la ovejita coja, iba
perdiendo cada vez más el rumbo; balaba con todas sus fuerzas, pero nadie la
oía; tenía miedo, porque la noche había caído y la lluvia comenzaba a
dificultar el camino, que se iba llenando de barro. De pronto, la ovejita
comenzó a escuchar el aullido de los lobos que presentían la presencia de una
presa fácil. De modo que la ovejita comenzó a correr. Con tan mala suerte que
por la carrera que llevaba, cayó en un barranco y quedó casi sumergida entre el
barro.
En
la casa del pastor, ya se habían apagado las luces y todos descansaban; el
pastor, acostado en su cama, antes de dormirse, pensó por última vez en la
ovejita perdida, pero se dijo a sí mismo: ¿Quién la manda a no andar más atenta
al paso que lleva el rebaño? No es mi culpa que ella sea coja y no pueda seguir
el ritmo de las demás. Seguramente mañana la encontraremos y ya está. Lo que no
puedo haces es descuidar a las otras noventa y nueve, y menos teniendo en
cuenta el aguacero que está cayendo. Ni porque fuera a buscarla, la
encontraría. De modo que el pastor, se quedó dormido. La ovejita, allá en el
fondo del barranco, seguía balando y trataba de salir del barro en el que había
caído; cada intento por salir, era peor; se hundía más y más. Por fin sintió
que el barro le entraba por el hocico y ya no pudo balar más... no podía
respirar. Estaba ya muerta...
Cuando
los discípulos escucharon esta historia, se quedaron aterrados de lo descarado
que había sido el pastor; no podían creer que un buen pastor dejara morir así a
una de sus ovejas, por más coja y enferma que estuviera. Ningún pastor,
conocido por ellos se hubiera portado así. Le dijeron, entonces, a Jesús: “Eso
es el colmo; un pastor que deja morir a sus ovejas y no las busque, no debe
llamarse pastor...” Pero Jesús les respondió: “Pero si estaba cuidando a las
demás ovejas”. Los discípulos le dijeron: “No señor, no estaba cuidando a
nadie. Tenía miedo de mojarse y se quedó durmiendo en su cama”.
La
historia que nos presenta hoy la liturgia, nos habla de un pastor muy distinto.
Cuando Jesús vio a Zaqueo subido en un árbol, le dijo: “baja en seguida, porque
hoy tengo que quedarme en tu casa. Zaqueo bajó aprisa, y con gusto recibió a
Jesús”. Así como Jesús fue a comer en casa de Zaqueo, también quiere acercarse
a nosotros, para ofrecernos su perdón sin condiciones. En nosotros está la
posibilidad de acogerlo con el mismo gozo con el que este cobrador de impuestos
lo recibió en su casa.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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