Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas
17, 11-19) – 9 de octubre de 2016
El día de su ordenación sacerdotal, Antonio José Sarmiento, S.J. hizo una
bella oración en el momento de la acción de gracias, después de la comunión.
Como esto pasó hace más de veinte años, no recuerdo los detalles de su
plegaria, pero no puedo olvidar que hizo referencia a la multiforme variedad de
palabras que componen el campo semántico de la gratitud: Nos habló con gracejo de
la gracia de su vocación; dio gracias por tantos bienes
recibidos a lo largo de su vida; dijo que se sentía agradecido con
Dios, con sus familiares y amigos, y con otras muchas personas que nos habíamos
hecho presentes de una manera tan grata para él en este día tan especial;
subrayó que se sentía profundamente congratulado y gratificado por
la extraordinaria asistencia a la celebración; agradeció que su
experiencia de Dios fuera tan gratificante; declaró el agrado que
sentía por ser una persona particularmente agraciada por Dios;
expresó su agradecimiento al coro que había hecho agradable la
ceremonia; habló de la gratuidad con la que quería vivir su
sacerdocio; manifestó su gratitud con el obispo y con todos los
presentes; exaltó lo gratuito de la vida, observando que todo lo valioso
de su existencia lo había recibido gratis; terminó afirmando que se
consideraba muy gracioso, pues lograba decir grandes verdades graciosamente y
que nos quería gratificar con una copa de vino y una tajada de
ponqué, a la que estábamos todos invitados, gratuitamente.
El refrán popular nos recuerda que “ser agradecidos es de bien nacidos”.
Por algo esta es una de las primeras cosas que los papás y mamás enseñan con
mucha insistencia a sus hijos e hijas: “¿Cómo se dice?”, repiten al unísono
después de que sus hijos han recibido algún regalo o han sido objeto de alguna
obra buena; y los niños y niñas, antes de saber pronunciar muy bien las
palabras, balbucean, como pueden, su gratitud. Tal vez esta es la enseñanza más
importante del pasaje que nos trae el evangelio de este domingo, que nos
presenta a un Jesús peregrino que, de camino hacia Jerusalén, pasa por entre
las regiones de Samaria y Galilea: “Y llegó a una aldea, donde le salieron al
encuentro diez hombres enfermos de lepra, los cuales se quedaron lejos de él
gritando: –¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros! Cuando Jesús los vio,
les dijo: –Vayan a presentarse a los sacerdotes. Y mientras iban, quedaron
limpios de su enfermedad”.
Lo curioso del pasaje que se nos presente hoy es que sólo uno, al verse
limpio, “regresó alabando a Dios a grandes voces, y se arrodilló delante de
Jesús, inclinándose hasta el suelo para darle gracias. Este hombre era de
Samaria”. Entonces Jesús se pregunta: “¿Acaso no eran diez los que quedaron
limpios de su enfermedad? ¿Dónde están los otros nueve? ¿Únicamente este
extranjero ha vuelto para alabar a Dios?” Evidentemente, san Lucas quiere
destacar el hecho de que los extranjeros, los que eran considerados como parias
por parte el pueblo de Israel, son los que reconocen con mayor facilidad las
gracias que reciben. Cuando nos sentimos con derechos y pensamos que lo que
hemos recibido nos lo hemos ganado, ya sea por nuestros propios méritos o por
otra razón, ya sea étnica, religiosa, cultural, política, social, económica, no
reconocemos la gratuidad del don recibido. ¿Cuál es nuestra experiencia? ¿De
verdad dejamos que de nuestro interior brote con frecuencia la acción de
gracias por tanto bien recibido? ¿Agradecemos la luz del sol que gratuitamente
nos regala Dios cada día? ¿Reconocemos la gratuidad de nuestro corazón que no
descansa ni siquiera mientras dormimos? ¿Decimos gracias por las maravillas de
la amistad y la ternura que no se cobran? ¿Nos sentimos gratificados por todo
lo gratuito y gracioso de la vida? No olvidemos nunca que el campo semántico de
la gratitud es muy variado.
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
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