Quinto Domingo
de Pascua – Ciclo C (Juan 13, 31-33a. 34-35) – 24 de abril de 2016
Cuentan que un agricultor sembraba todos los años
maíz en sus campos. Después de muchos años, logró conseguir la mejor semilla de
maíz que se podía obtener. Mientras los cultivos de sus vecinos deban cinco
mazorcas por uno, el suyo daba cincuenta mazorcas por un grano. El hombre se
preocupaba por dejar cada año una buena cantidad de semilla para volver a
sembrar y para regalarle a todos sus vecinos, que se alegraban con esta
generosidad del agricultor. Cuando alguien le preguntó por qué hacía eso, él
respondió: «Si mis vecinos tienen también buen maíz, mis maizales serán cada
vez mejores; pero si el maíz de ellos es malo, también mi maizal empeorará».
Nadie entendió la respuesta, de modo que él añadió: «Los insectos y los vientos
que llevan el polen de unos sembrados a otros y fecundan las cosechas para que
produzcan su fruto, no tienen en cuenta si los sembrados son míos o de mis
vecinos… Mis sembrados crecerán lo que los sembrados de mis vecinos crezcan».
Cuando Jesús se despidió de su discípulos, les dejó
un mandamiento nuevo: “Les doy este mandamiento nuevo: Que se amen los unos a
los otros. Si se aman los unos a los otros, todo el mundo se dará cuenta de que
son discípulos míos”. Esta es la señal por la que los cristianos deberíamos ser
reconocidos. No deberíamos preocuparnos tanto por las insignias externas, por
las prácticas piadosas, sino por la calidad de nuestras relaciones. Cuando
amamos a alguien, le hacemos el bien, le ayudamos a ser mejor, a vivir en
plenitud esta existencia que Dios nos ha regalado para compartirla como
hermanos.
Tal vez esta es la tarea más importante que tenemos
delante. Crear relaciones que nos ayuden a crecer. La competitividad que nos
impone una sociedad como la que hemos organizado, nos obliga constantemente a
buscar nuestro propio bienestar en detrimento del bienestar de los demás.
Parecería que la relación entre nuestro crecimiento y el crecimiento de los
demás fuera inversamente proporcional. Pero desde la lógica de Dios, las cosas
son al contrario. Cuanto más crezcan aquellos que están a nuestro lado, más
creceremos también nosotros. Si estuviéramos convencidos de esta verdad y si la
hiciéramos la norma de nuestra vida, otra cosa sería este mundo. El Señor
resucitado estaría más presente entre nosotros y nuestro testimonio se iría
extendiendo a lo largo y ancho del mundo.
Dios
es como el agricultor de la historia. El reparte sus dones a todos y quiere que
todos crezcan y lleguen a la plenitud. Y así quiere que seamos los que nos
llamamos seguidores suyos. Jesús vivió así su existencia y quiere que sus
discípulos vivamos de la misma manera. No solo con el sentido egoísta de buscar
nuestro interés ayudando a los demás, sino convencidos de que es la mejor
manera de hacerlo presente en medio de nuestras familias, de la Iglesia y de la
sociedad.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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