Tercer Domingo de Pascua – Ciclo C (Juan 21, 1-19) – 10 de abril de 2016
Existe un poema que se canta en la lengua de los indios cherokees de los Estados Unidos y que dice así: “Un hombre susurró: «Dios, habla conmigo». Y un ruiseñor comenzó a cantar, pero el hombre no oyó. Entonces el hombre repitió: «Dios, habla conmigo». Y el eco de un trueno se oyó. Pero el hombre fue incapaz de oír. El hombre miró alrededor y dijo: «Dios, déjame verte». Y una estrella brilló en el cielo. Pero el hombre no la vio. El hombre comenzó a gritar: «Dios, muéstrame un milagro». Y un niño nació. Pero el hombre no sintió el latir de la vida. Entonces el hombre comenzó a llorar y a desesperarse: «Dios, tócame y déjame saber que estás aquí conmigo...» Y una mariposa se posó suavemente en su hombro. El hombre espantó la mariposa con la mano y, desilusionado, continuó su camino, triste, solo y con miedo”.
El texto que nos propone hoy la liturgia expresa de una manera admirable la experiencia del resucitado que vivieron aquel grupo de pescadores junto al lago de Tiberíades: “Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, al que llamaban el Gemelo, Natanael, que era de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos de Jesús. Simón Pedro les dijo: –Voy a pescar. Ellos contestaron: –Nosotros también vamos contigo. Fueron, pues, y subieron a una barca; pero aquella noche no pescaron nada. Cuando comenzaba a amanecer, Jesús se apareció en la orilla, pero los discípulos no sabían que era él. Jesús les preguntó: –Muchachos, ¿no tienen pescado? Ellos le contestaron: –No. Jesús les dijo: –Echen la red a la derecha de la barca, y pescarán. Así lo hicieron y después no podían sacar la red por los muchos pescados que tenía. Entonces el discípulo a quien Jesús quería mucho, le dijo a Pedro: –¡Es el Señor!”
Jesús resucitado se hace presente en nuestra vida cotidiana, en medio de la pesca, del trabajo, de la rutina de nuestras vidas cansadas porque no tenemos éxito en nuestras búsquedas ordinarias. El se deja sentir en lo sencillo de nuestras labores. No hacen falta experiencias extraordinarias; no se trata de teofanías luminosas y radiantes. Sencillamente, es necesario tener un corazón, como el del discípulo a quien Jesús quería mucho. Un corazón que se sabe amado por el Señor, reconoce la presencia del resucitado con facilidad.
En esta escena a la orilla del lago, hay un elemento que llama la atención. Los discípulos, sabiendo que era el Señor el que los invitaba a desayunar, no se atreven a preguntarle: “Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían que era el Señor”. Su presencia no es una prueba irrefutable, una señal inequívoca y absolutamente transparente. Jesús se hace presente en el sacramento del hermano, en el gesto fraterno que nos une, en el estallido constante de la vida que nos llega sin notarla. ¿Hasta cuándo tenemos que sufrir para comprender que Dios está siempre donde está la vida? ¿Hasta cuándo mantendremos nuestros ojos y nuestros corazones cerrados para los milagros de la vida que se presentan diariamente en todo momento? En este tiempo de Pascua, tenemos que dejar atrás el miedo y la desconfianza, para abrirnos a la presencia resucitada del Señor que nos arranca de nuestras tristezas y desesperanzas, para lanzarnos a colaborar con él en la construcción de una vida plena para todos.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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