Domingo XXIV
Ordinario – Ciclo A (Mateo
18, 21-35) – 14 de septiembre de 2014
Cuando las 220
familias de las comunidades de Bojayá, Vigía del Fuerte y otros pueblos del
Chocó y Antioquia, a orillas del río Atrato regresaron a sus viviendas, después
de la masacre que perpetró la guerrilla de las FARC en medio de ellos, todo el
pueblo colombiano quedó admirado de la dignidad de este pueblo. El 2 de mayo de
2002 un enfrentamiento entre la guerrilla y los paramilitares ocasionó una de
las más graves tragedias ocurridas en la historia de nuestro país: 119 personas
murieron, víctimas de un ataque de la guerrilla, mientras estaban refugiadas
bajo el amparo del Templo parroquial de Bojayá. Las familias regresaron a su
terruño en varias embarcaciones, una de las cuales llevaba el significativo
nombre de El Arca de Noé. Como en el relato bíblico, el arco iris
de la paz se convirtió en señal de la alianza de Dios con su pueblo. Pero no
todo estaba solucionado. Al regresar, seguía habiendo presencia de la guerrilla
y de los paramilitares en la región. Sin embargo, la gente no quería seguir desplazada y
regresaron con las pobres garantías que les ofreció el gobierno.
Serafina, una de
las señoras que regresó a Bojayá junto con su familia, comentaba: “Me gustó lo
de las coplas y las pancartas. Pero la música no. Yo siento que todavía estamos
de luto. (...) La familia no la hace la sangre sino la gente que vive con uno.
A mí se me murió un primo, pero también casi 70 amigos y vecinos”. No estaban
para fiestas ni celebraciones. La memoria de los muertos sigue viva en medio de
este pueblo.
Junto a esta
realidad, a nivel mundial recordamos en estos días la tragedia que vivió el
pueblo norteamericano, y el mundo entero, en el año 2001, lo mismo que las
represalias que esta acción terrorista produjo hacia el pueblo afgano y el
mundo árabe. Recordamos el golpe militar en Chile, y el asesinato de su
presidente, Salvador Allende hace ya 41 años. El dolor sufrido por los pueblos
del mundo es tanto, que no podemos sino preguntarnos: ¿Cómo decirle a estas
gentes de Bojayá, de Chile, de Afganistán, de la Torres de Nueva York, de Irak,
de Palestina… y de tantas otras partes, que no deben perdonar siete veces, sino
setenta veces siete? ¿Cómo explicar a una persona que ha sido maltratada o que
ha perdido a sus seres queridos, que Jesús nos invita a perdonar como él nos
perdona? ¿Perdonar es olvidar?
Aprender a
perdonarse a sí mismo y dejarse perdonar es
un artículo escrito por el P. Juan Masiá Clavel, S.J. y publicado en un libro
que lleva por título “14 aprendizajes vitales”, de la colección
Serendipity Maior. En este artículo el P. Masiá afirma que en toda experiencia
humana en la que ha habido una herida de alguien hacia su prójimo, existen dos
víctimas: la persona agredida y la persona agresora: “La víctima no es solamente
la otra persona a la que yo he herido, sino yo mismo. Al hacer mal a otra
persona, me he perjudicado a mí mismo”.
Desde esta
perspectiva, la parábola que Jesús nos cuenta este domingo nos invita a
colocarnos de ambos lados de la experiencia: a veces somos personas perdonadas,
pero no sanadas... el perdón de Dios y de los demás no nos garantiza que
después nos hagamos capaces de misericordia y compasión. Otras veces herimos y
somos heridos cuando herimos. La víctima no es sólo el que es lastimado;
también el agresor es víctima que hay que salvar. Esto es, precisamente, lo que
Jesús quiere que sus discípulos entiendan y vivan con el milagro del perdón.
Un saludo cordial.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Decano Académico
Facultad de Teología
Pontificia Universidad Javeriana
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