Domingo XXI
Ordinario – Ciclo A (Mateo 16, 13-20) – 24 de agosto de 2014
Llaman al
teléfono a una casa de familia y contesta una vocecita de unos cinco años... La
persona que llama pregunta: – Por favor, ¿está tu mamá? – No, señor, no está. –
¿Y tu papá? – Tampoco. – ¿Estás sola? – No, señor, estoy con mi hermano. El
interlocutor, con la esperanza de poder hablar con algún mayor le pide que le
pase a su hermano. La niña, después de unos minutos de silencio, vuelve a tomar
el teléfono y dice que no puede pasar a su hermano... – ¿Por qué no me puedes
pasar a tu hermano? Pregunta el hombre, ya un poco impacientado. – Es que no
pude sacarlo de la cuna. – Lo siento, dice la niña...
Al nacer, los
seres humanos somos las criaturas más indefensas de la naturaleza. No podemos
nada, no sabemos nada, no somos capaces de valernos por nosotros mismos para
sobrevivir ni un solo día. Nuestra dependencia es total. Necesitamos del
cuidado de nuestros padres o de otras personas que suplen las limitaciones y
carencias que nos acompañan al nacer. Otros escogen lo que debemos vestir, cómo
debemos alimentarnos, a dónde podemos ir... Alguien escoge por nosotros la fe
en la que iremos creciendo, el colegio en el que aprenderemos las primeras
letras, el barrio en el que viviremos... Todo nos llega, en cierto modo, hecho o decidido y
el campo de nuestra elección está casi totalmente cerrado. Solamente, poco a
poco, y muy lentamente, vamos ganando en autonomía y libertad.
Tienen que pasar
muchos años para que seamos capaces de elegir cómo queremos transitar nuestro
camino. Este proceso, que comenzó en la indefensión más absoluta, tiene su
término, que a su vez vuelve a ser un nuevo nacimiento, cuando declaramos
nuestra independencia frente a nuestros progenitores. Muchas veces este proceso
es más demorado o incluso no llega nunca a darse plenamente. Podemos seguir la
vida entera queriendo, haciendo, diciendo, actuando y creyendo lo que otros
determinan. Este camino hacia la libertad es lo más típicamente humano, tanto
en el ámbito personal, como social.
La fe no escapa
a esta realidad. Jesús era consciente de ello cuando pregunta primero a sus
discípulos “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” Es, como hemos
visto, una etapa necesaria e inevitable de nuestra evolución como personas
creyentes. Por allí comienza nuestra primera profesión de fe: “Algunos dicen
que Juan el Bautista; otros dicen que Elías, y otros dicen...”
Pero no podemos
quedarnos allí. No podemos detener nuestro camino en la afirmación de lo que otros dicen.
Es indispensable llegar a afrontar, más tarde o más temprano, la pregunta que
hace el Señor a los discípulos: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?” Aquí ya no
valen las respuestas prestadas por nuestros padres, amigos, maestros,
compañeros... Cada uno, desde su libertad y autonomía, tiene que responder,
directamente, esta pregunta. Pedro tiene la lucidez de decir: “Tu eres el
Mesías, e Hijo de Dios viviente”. Pero cada uno deberá responder, desde su
propia experiencia y sin repetir fórmulas vacías, lo que sabe de Jesús. Ya no
es un conocimiento adquirido “por medios humanos”, sino la revelación que el
Padre que está en el cielo nos regala por su bondad.
La pregunta que
debe quedar flotando en nuestro interior este domingo es si todavía seguimos
repitiendo lo que ‘otros’ dicen de Jesús o, efectivamente, podemos responder a
la pregunta del Señor desde nuestra propia experiencia de encuentro con aquél
que es la Palabra y el sentido último de nuestra vida. Mejor dicho, la pregunta
es si somos capaces de pasar al teléfono cuando él nos llama o si todavía
dependemos de alguien para responder a su llamada...
Un saludo cordial.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Decano Académico
Facultad de Teología
Pontificia Universidad Javeriana
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