Domingo XX
Ordinario – Ciclo A (Mateo 15, 21-28) – 17 de agosto de 2014
El jesuita brasileño João Batista
Libânio, quien murió hace poco, en un libro publicado hace varios años, decía
que las condiciones del cambio eran la sospecha y la experiencia
de lo diferente. Cuando funcionamos según nuestros prejuicios, no somos
capaces de abrirnos a lo diferente y mucho menos nos atrevemos a sospechar que
nuestras posiciones puedan estar equivocadas. Y, desgraciadamente, vivimos
llenos de prejuicios políticos, culturales, sociales, raciales, religiosos...
Cuentan que una vez le preguntaron a
un ciudadano estadounidense si era demócrata o republicano, a lo que el hombre
respondió: “Soy demócrata”. Le preguntaron, entonces: “¿Por qué es usted demócrata?”
“–Soy demócrata, dijo el hombre, porque mi papá era demócrata, mi abuelo era
demócrata, toda mi familia ha sido siempre demócrata. Por eso soy demócrata”.
“Vamos a ver, inquirió el entrevistador, si su papá hubiera sido un ladrón, su
abuelo un ladrón y toda su familia fuera de ladrones, ¿sería usted también
ladrón?” “Desde luego que no, respondió el hombre. En ese caso sería
republicano”.
Este pequeño ejemplo de prejuicio
político es apenas una muestra de lo que funciona dentro de nuestra cabeza. Muy
rápidamente sacamos conclusiones respecto de la gente que conocemos todos los
días. Cada uno podría hacer un ejercicio de reconocimiento de los propios
prejuicios pensando: ¿Cómo le parece que sea una persona que tiene una cuenta
bancaria sustanciosa o alguien que esté desempleado? ¿Qué pensamos de una
persona nacida en Pasto o en la Costa? ¿Qué respuesta le daríamos a alguien que
viene a decirnos que acaba de llegar de una zona de reconocida influencia
guerrillera o paramilitar? Y así, se podrían seguir dando muchos ejemplos.
Caminando Jesús
por una región apartada, se encuentra con una mujer extranjera. La primera
actitud del Señor fue pasar de largo y no contestar nada a los gritos de la
mujer, que pedía que le curara a su hija. Los discípulos, entonces, le ruegan
que le diga a la mujer que se vaya o que la atienda, “porque viene gritando
detrás de nosotros”. Jesús respondió: “Dios me ha enviado solamente a las
ovejas perdidas del pueblo de Israel”. Pero la mujer siguió insistiendo: “Fue a
arrodillarse delante de él, diciendo: –¡Señor, ayúdame!” Y Jesús le
contestó: “–No está bien quitarle el pan a los hijos y dárselo a los perros”.
Solemos decir que el perro es el mejor amigo del hombre, pero a nadie le dicen
perro como piropo... Sin embargo, la mujer es capaz de sobrepasar el insulto y
decirle a Jesús: “–Sí, Señor; pero hasta los perros comen las migajas que caen
de la mesa de sus amos”. Jesús, entonces, vencido por la mujer, termina
diciendo: “–¡Mujer, qué grande es tu fe! Hágase como quieres. Y desde ese mismo
momento su hija quedó sana”.
Es evidente que
Mateo quiere dar una lección a su comunidad judeocristiana, para que acojan a
los extranjeros como legítimos beneficiarios de los dones del Reino anunciado
por Jesús. Para ello, no duda en presentar a un Jesús que fue capaz de abrirse
al encuentro con esta mujer extranjera y dejarse vencer por la fortaleza de su
fe y su perseverancia. Algunos autores insisten en afirmar que Jesús estaba
poniendo a prueba la fe de esta mujer, pero a mi no me cabe en la cabeza que
Jesús fuera capaz de insultar a alguien si no es porque estaba, convencido de
lo que estaba diciendo.
Si queremos sospechar de
nuestras posiciones ya tomadas, deberíamos ser capaces de abrirnos al encuentro
con lo diferente de nosotros mismos y dejar que este contacto con lo
distinto nos cuestione y nos ayude a cambiar nuestro comportamiento habitual
frente a los demás, especialmente, frente a aquellos que descalificamos de
entrada por nuestros prejuicios.
Un saludo cordial.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Decano Académico
Facultad de Teología
Pontificia Universidad Javeriana
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