Solemnidad de Pentecostés –
Ciclo A (Juan 20, 19-23) 8 de junio de 2014
Fray Timothy
Radcliffe, antiguo Maestro General de la Orden de Predicadores, comentaba hace
algún tiempo el texto bíblico que nos propone la liturgia del domingo de
Pentecostés. En su libro, El oso y la monja (Salamanca, San
Esteban, 2000, 89-92), llamaba la atención sobre el abismo que existe en entre
la paz que buscamos nosotros, y la paz que el Señor nos regala. Cuando los once
discípulos estaban encerrados en una casa por miedo a los que habían matado al Profeta
de Galilea, el Resucitado vino hasta ellos y les dijo: “¡La paz sea con
ustedes!” y ellos “se alegraron de ver al Señor”. Pero la paz que les traía los
iba a sacar de la paz del encierro y la soledad... En seguida les dijo: “Como
el Padre me envió, también yo los envío”. El Resucitado los desinstala, los
saca de su escondite, de su búsqueda egoísta de seguridad. La paz que el Señor
nos trae, no siempre se parece a la nuestra...
Casi siempre
buscamos la paz encerrándonos en nosotros mismos y evitando todos los riesgos
de la construcción colectiva de nuestras comunidades y de nuestra sociedad. En
esto nos parecemos a los discípulos. Tenemos miedo a ser heridos y salir
lastimados... Hay que reconocer que este miedo no es puro invento.
Efectivamente, tenemos experiencia de haber sido heridos muchas veces en
nuestras relaciones con los demás y procuramos evitar el dolor y el sufrimiento
que produce este choque. Pero también sabemos que cuando nos encerramos y nos
aislamos de los demás y del mundo, gozamos apenas de una paz a medias; es una
paz frágil que en cualquier momento se desvanece en nuestras manos.
Nos encerramos en
una paz frágil porque tenemos miedo al cambio, miedo a los demás, miedo a ser
sacados de nuestro nido. El miedo nos paraliza, nos bloquea, nos confunde.
Hemos desarrollado una serie de tácticas para cerrar nuestras vidas a ese Dios
que quiere sacarnos de nuestro encierro. Echamos llave, literalmente, a
nuestros conventos, a nuestras casas, a nuestra habitación, de modo que nadie
pueda acercarse a perturbar nuestras vidas con sus insistencias, con sus
invitaciones, con sus interpelaciones. Podemos encerrarnos también en el exceso
de trabajo... Paradójicamente, llegamos incluso a utilizar la oración para
mantener a Dios fuera. Podemos dedicar horas y horas a la oración, recitando
palabras y repitiendo frases, sin ofrecer a Dios un momento de silencio porque
cabe la posibilidad de que nos diga algo que altere nuestra aparente paz y
nuestra tranquilidad acomodada.
Pero el Señor se
las arregla para irrumpir en nuestro interior con el soplo de su Espíritu y,
aún teniendo las puertas cerradas, como los discípulos en el cenáculo, El viene
a inquietarnos y a salvarnos de nuestra aparente paz. Esa es la Buena nueva de
hoy. Que el Señor no se cansa de entrar en nuestras vidas para ofrecernos SU
paz. Una paz que nos abre a los demás con el riesgo de ser heridos. Las heridas
de las manos y el costado es lo primero que les enseña el Resucitado a los
discípulos cuando les anuncia su paz... Se trata, entonces, de una paz
conflictiva, ‘agónica’, como diría don Miguel de Unamuno... Es una paz que abre
desde fuera nuestros sepulcros para que no sigamos viviendo como muertos, sino
para que vivamos una vida plena y auténtica, es decir, llena de preguntas y de problemas,
pero iluminada por Dios que es el que nos ofrece la auténtica vida en
abundancia.
Un saludo cordial.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Decano Académico
Facultad de Teología
Pontificia Universidad Javeriana
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