Solemnidad de la Santísima Trinidad –
Ciclo A (Juan 3, 16-18) 15 de junio de 2014
Hace ya muchos años, viajé con
algunos compañeros jesuitas a una zona rural del municipio de Marulanda,
Caldas, para tener una misión entre los campesinos de la zona. Para los que no
conocen, Caldas está en la región central del país, pero con una orografía muy
cerrada. Hay muchos pueblos, pero la comunicación entre ellos no es fácil,
porque las montañas son monumentales... Pasar de una cima a la otra,
atravesando las hondas quebradas, es una proeza digna de titanes.
Llegamos a la escuelita de la vereda
y nos encontramos con un grupo de niños que no tenían ninguna instrucción
religiosa y que no conocían nada, más allá de lo que dejan ver estas colosales
montañas que los rodean por todas partes. Nos tocaba prepararlos para la
primera comunión, que tendríamos el último día de la misión. Cuando me senté
con uno de mis compañeros a pensar sobre la mejor forma de llegar a los niños,
nos pareció que debíamos comenzar por lo más sencillo: enseñarles a darse la
bendición, pues ni siquiera esto sabían. Ustedes no alcanzan a imaginarse el
enredo que se nos formó cuando tratamos de explicarles que Dios era Padre, Hijo
y Espíritu Santo... Los niños nos miraban con una cara de admiración, como
quien se asoma a un abismo insondable, como los que teníamos a nuestro alrededor.
Es un lugar común decir que es muy
difícil predicar sobre la Santísima Trinidad; pero yo creo que la dificultad no
está sólo en el que predica, sino también en el feligrés que se sienta en la
banca a escuchar un acertijo que no acaba de entender nunca... “Tres personas
divinas y un solo Dios verdadero”, decían nuestros abuelos... La mejor
explicación de este misterio de la Santísima Trinidad la leí en san Agustín,
que solía decir: "Aquí
tenemos tres cosas: el Amante, el Amado y el Amor"; un Padre Amante, un
Hijo Amado y el vínculo que mantiene unidos a los dos, el Espíritu Amor.
En último
término, de lo que se trata es del misterio del amor en el cual estamos
insertos: “Pues Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo
aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna”. El amor de Dios,
como el nuestro, no puede entenderse sino como entrega generosa y despojo de sí
mismo. El amor supone un éxodo del amante hacia el amado, y de éste hacia
aquél. San Ignacio de Loyola lo expresa muy bien en su famosa Contemplación
para alcanzar amor: “El amor consiste en comunicación de las dos partes, es
a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene, o de lo que tiene
o puede, y así, por el contrario, el amado al amante; de manera que si el uno
tiene ciencia, dar al que no la tiene, si honores, si riquezas, y así el otro
al otro” (EE 231).
Tal vez a los
niños de aquella lejana vereda de Marulanda lo único que les quedó
claro fue que Dios nos había enviado hasta allí para acompañarlos en su
crecimiento en la fe y para expresarles su amor hacia ellos. Y esto mismo los
pudo impulsar a amar un poco más a este Dios misterioso y a sus hermanos y
hermanas, en quienes se quedó viviendo para siempre.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Decano Académico
Facultad de Teología
Pontificia Universidad Javeriana
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