Quinto Domingo de Pascua – Ciclo A
(Juan 14, 1-12) 18 de mayo de 2014
Cada vez que
nace un niño o una niña, la gente va a visitar a los nuevos padres, que se
alegran de una vida nueva que llega al mundo. El comentario que no puede faltar
nunca en este tipo de visitas es: “Igualito al papá”... “Tiene la misma nariz
de la mamá”... “Cómo se parece al abuelo”... “sacó los mismos cachetes de la
abuela”... Las mujeres son más capaces de encontrar estas similitudes que,
muchas veces, a los hombres nos parecen exageraciones propias de la
sensiblería. No voy a entrar a dirimir quién tiene la razón, pero sí creo que
es “normal” que los hijos y las hijas se parezcan a su papá y a su mamá... Eso
es lo menos que se puede esperar...
Van pasando
los años y, efectivamente, los rasgos físicos, la barriga, las canas, la
calvicie, la forma del rostro, la estructura corporal, absolutamente todo se va
revelando más claramente parecido. “De tal palo, tal astilla”, solemos decir
coloquialmente. Y, ¡oh sorpresa!, no sólo terminamos pareciéndonos en los
rasgos físicos, sino que, muchas veces, es sorprendente reconocer similitudes
en los movimientos mismos: cómo menea la cabeza, cómo camina, cómo mueve las
manos, cómo se sonríe... Y, aún más, no es raro que el hijo o la hija se
parezca, o llegue a ser una versión mejorada (o empeorada) de
lo que es su padre o su madre en su carácter, en su humor, en su
personalidad...
Algo parecido
pasa entre Jesús y su Padre Dios: “Solamente por mí se puede llegar al Padre.
Si ustedes me conocen a mí, también conocerán a mi Padre; y ya lo conocen desde
ahora, pues lo han estado viendo”. (...) “El que me ve a mí, ha visto al Padre”
(...) “El Padre, que vive en mí, es el que hace sus propias obras. Créanme que
yo estoy en el Padre y el Padre está en mí; si no, crean al menos por las obras
mismas”. Jesús hace lo que ve hacer al Padre y nos revela al Padre con toda su
vida. Por eso, cuando Felipe le pide que les deje ver al Padre,, Jesús le
responde: “Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me
conoces?”
Así como
Jesús fue un reflejo claro del Padre para los suyos, nosotros estamos
invitados a ser también un reflejo de Dios para este mundo. El
testimonio de vida es el mejor canal de evangelización. No se trata tanto de
hacer cosas para dar ejemplo, ni de repetir gestos que nos parecen simpáticos,
ni de copiar actitudes que nos parecen loables. Es algo que debe ir surgiendo
por connaturalidad con el origen de la vida que es Dios. Valdría la pena preguntarnos
hoy: ¿Cuánto nos parecemos nosotros a nuestro Padre Dios? ¿Podemos decir, como
Jesús: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”? Porque, como bien dice
Jesús, “Les aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago; y
hará otras todavía más grandes”.
Dios permita
que nuestra vida sea, como la de Jesús, un reflejo de la vida de Dios para los
que nos rodean. Que aquellos que viven junto a nosotros y conocen nuestra forma
de amar, vivir, trabajar y actuar, puedan decir de nosotros lo que dicen los
que visitan al niño recién nacido: “Es igualito a su papá”.
Un saludo cordial.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Decano Académico
Facultad de Teología
Pontificia Universidad Javeriana
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