“(…) el que pierda su vida por causa mía, la
salvará”
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
Alguna vez mi maestro de novicios me contó la historia
de uno de los Padres del desierto al que acudían muchos discípulos en busca de
una guía para recorrer el camino de la santidad. Uno de los jóvenes buscadores
estaba particularmente preocupado por el secreto de la perseverancia; veía que
eran muchos los llamados y pocos los que, efectivamente, se mantenían firmes
hasta el final de sus días en el camino comenzado. El Abba, como se les
solía llamar a estos Padres durante los primeros siglos de la Iglesia, le dijo
al joven novicio:
Cuando un hombre sale con su jauría de perros a cazar,
va buscando un venado o una liebre entre los montes y los valles. En un momento
determinado uno de los perros reconoce con su olfato la presencia de la presa a
lo lejos. Sin perder un instante, comienza a correr y a ladrar, señalando el
rumbo a los demás perros y al cazador. Los demás perros también corren y
ladran, pero no saben, propiamente hablando, detrás de qué van... por eso,
cuando aparecen los obstáculos en el camino, los matorrales cerrados, las
quebradas profundas, las cimas infranqueables, se llenan de miedo y dejan de
correr. No tienen la culpa, porque, sencillamente, no saben a dónde van, ni qué
buscan. Pero el perro que logró olfatear la presa, no tiene inconveniente en
superar todas las dificultades que se le puedan presentar en su camino, hasta
que llega a atrapar a su presa en compañía de su Señor.
Algo parecido nos pasa en la
vida a todos los cristianos. Si no tenemos claro detrás de quién vamos, si nos
enredamos haciendo relativo lo absoluto y absoluto lo relativo, terminamos perdiendo
el rumbo y olvidando para dónde vamos y qué es lo que buscamos. Esto mismo es
lo que pretende San Ignacio de Loyola al proponerle a la persona que quiere
hacer los Ejercicios Espirituales, una reflexión que se conoce como el ‘Principio
y Fundamento’. Les recuerda que el fin último del ser humano es Dios mismo
y que “todas las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el
hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es creado” (Ejercicios
Espirituales 23).
La conclusión a la que llega
San Ignacio de Loyola es que debemos hacernos “indiferentes a todas las cosas
creadas (...) en tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que
enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y
por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más
nos conduce para el fin que somos creados” (Ibíd.). La palabra indiferentes
no significa aquí que no nos importen las cosas, sino que no queramos escoger
sino aquello que nos conduce al fin para el que hemos sido creados. Todo está
coloreado por este amor absoluto y último de nuestra vida.
Allí es donde está señalando
Jesús cuando dice: “El quiere a su padre o a su madre más que a mí, no merece
ser mío; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no merece ser mío”.
Jesús no nos dice que no queramos a nuestros padres o hijos; no faltaba más. Lo
que dice es que no se puede querer nada ni a nadie, más que a él. El absoluto
es él. Es más, ni siquiera es posible quererse a sí mismo más que a él. Para
ser discípulos de Jesús tenemos que estar dispuestos a tomar nuestra cruz y
seguirlo cada día... tomar nuestra cruz, no la suya, porque la suya ya
la llevó él, como bien recuerda don Miguel de Unamuno. Como el perro cazador, debemos
tener claro detrás de qué vamos en nuestra vida, para llegar a alcanzar el fin
último para el que fuimos creados. Haber experimentado el amor absoluto que le
da sentido a todos nuestros amores, sea en el sacerdocio, en la vida religiosa
o en la vida matrimonial, es lo único que garantiza que llevemos a feliz
término el plan de Dios en nosotros.
DISPUESTOS
A SUFRIR
José
Antonio Pagola
Jesús no quería ver sufrir a
nadie. El sufrimiento es malo. Jesús nunca lo buscó ni para sí mismo ni para
los demás. Al contrario, toda su vida consistió en luchar contra el sufrimiento
y el mal, que tanto daño hacen a las personas.
Las fuentes lo presentan
siempre combatiendo el sufrimiento que se esconde en la enfermedad, las
injusticias, la soledad, la desesperanza o la culpabilidad. Así fue Jesús: un
hombre dedicado a eliminar el sufrimiento, suprimiendo injusticias y
contagiando fuerza para vivir.
Pero buscar el bien y la
felicidad para todos trae muchos problemas. Jesús lo sabía por experiencia. No
se puede estar con los que sufren y buscar el bien de los últimos sin provocar
el rechazo y la hostilidad de aquellos a los que no interesa cambio alguno. Es
imposible estar con los crucificados y no verse un día «crucificado».
Jesús no lo ocultó nunca a sus
seguidores. Empleó en varias ocasiones una metáfora inquietante que Mateo ha
resumido así: «El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí». No podía
haber elegido un lenguaje más gráfico. Todos conocían la imagen terrible del
condenado que, desnudo e indefenso, era obligado a llevar sobre sus espaldas el
madero horizontal de la cruz hasta el lugar de la ejecución, donde esperaba el
madero vertical fijado en tierra.
«Llevar la cruz» era parte del
ritual de la crucifixión. Su objetivo era que el condenado apareciera ante la
sociedad como culpable, un hombre indigno de seguir viviendo entre los suyos.
Todos descansarían viéndolo muerto.
Los discípulos trataban de
entenderle. Jesús les venía a decir más o menos lo siguiente: «Si me seguís,
tenéis que estar dispuestos a ser rechazados. Os pasará lo mismo que a mí. A
los ojos de muchos pareceréis culpables. Os condenarán. Buscarán que no
molestéis. Tendréis que llevar vuestra cruz. Entonces os pareceréis más a mí.
Seréis dignos seguidores míos. Compartiréis la suerte de los crucificados. Con
ellos entraréis un día en el reino de Dios».
Llevar la cruz no es buscar «cruces»,
sino aceptar la «crucifixión» que nos llegará si seguimos los pasos de Jesús.
Así de claro.
Fuente:
http://www.gruposdejesus.com
SI EL AMAR A DIOS SE OPONE A OTRO AMOR, UNO DE LOS
DOS ES FALSO
Fray Marcos
La manera de hablar semita, por contrastes mientras
más excluyentes mejor, nos puede jugar una mala pasada si entendemos las frases
literalmente. Lo que es bueno para el cuerpo, es bueno también para el
espíritu. La lucha maniquea que nos han inculcado no tiene nada que ver con la
experiencia de Jesús. El evangelio de hoy propone, en fórmulas concisas, varios
temas esenciales para el seguimiento de Jesús. Todos tienen mucho más alcance
del que podemos sospechar a primera vista. No podemos tratarlos todos. Vamos a
detenernos en el primero y diremos algo sobre otros.
El que quiere a su padre o a su madre más que a mí,
no es digno de mí. Sería interminable recordar la cantidad de tonterías que se
han dicho sobre al amor a la familia y el amor a Dios. El amor a Dios no puede
entrar nunca en conflicto con el amor a las criaturas, mucho menos con el amor
a una madre, a un padre o a un hijo. Jesús nunca pudo decir esas palabras con
el significado que tienen para nosotros hoy. Como siempre, el error parte de la
idea de un Dios separado, Señor y Dueño, que plantea sus propias exigencias
frente a otras instancias que requieren las suyas.
Ese Dios es un ídolo, y todos los ídolos llevan al
hombre a la esclavitud, no a la libertad de ser él mismo. Hay que tener mucho
cuidado al hablar del amor a Dios o a Cristo. En el evangelio de Juan está muy
claro: “Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros como yo
os he amado”. Creer que puedo amar directamente a Dios es una quimera. Solo
puedo amar a Dios, amando a los demás, amándome a mí mismo como Dios manda.
Jesús no pudo decir: tienes que amarme a mí más que a tu Hijo. Recordad: porque
tuve hambre y me disteis de comer, tuve ser y me disteis de beber...
El evangelio nos habla siempre del amor al
“próximo”. Lo cual quiere decir que el amor en abstracto es otra quimera. No
existe más amor que el que llega a un ser concreto. Ahora bien, lo más próximo
a cada ser humano son los miembros de su propia familia. La advertencia del
evangelio está encaminada a hacernos ver que, desplegar a tope esos impulsos
instintivos no garantiza el más mínimo grado de calidad humana. Pero sería un
error aún mayor el creer que pueden estar en contra de mi humanidad. Aquí está
la clave para descubrir por qué se ha tergiversado el evangelio, haciéndole
decir lo que no dice.
El evangelio no quiere decir que el amor a los hijos
o a los padres sea malo y que debemos olvidarlo para amar a Jesús o a Dios.
Pero nos advierte de que ese amor puede ser un egoísmo camuflado que busca la
seguridad material del ego, sin tener en cuenta a los demás. El “amor” familiar
se convierte entonces en un obstáculo para un crecimiento verdaderamente
humano. Ese “amor” no es verdadero amor, sino egoísmo amplificado. No es bueno
para el que ama con ese amor, pero tampoco es bueno para el que es amado de esa
manera. El amor surge cuando el instinto es elevado a categoría humana.
Lo instintivo no va contra la persona, más que
cuando el hombre utiliza su mente para potenciar su ser biológico a costa de lo
humano. El hombre puede poner como objetivo de su existencia el despliegue
exclusivo de su animalidad, cercenando así sus posibilidades humanas. Esto es
degradarse en su ser especifico humano. Cuando estamos en esa dinámica y,
además, queremos meter a los demás en ella, estamos “amando” mal, y ese “amor”
se convierte en veneno. Esto es lo que quiere evitar el evangelio. Nada que no
sea humano puede ser evangélico. No amar a los hijos o a los padres no sería
humano.
Un verdadero amor nunca puede oponerse a otro amor
auténtico. Cuando un marido se encuentra atrapado entre el amor a su madre y el
amor a su esposa, algo no está funcionando bien. Habrá que analizar bien la
situación, porque uno de esos amores (o los dos) está viciado. Si el “amor a
Dios” está en contradicción con el amor al padre o a la madre, o no tiene idea
de los que es amar a Dios o no tiene idea de lo que es amar al hombre. Sería la
hora de ir a psiquiatra. ¡A cuántos hemos metido por el camino de la
esquizofrenia, haciéndoles creer que, lo que Dios les pedía era que odiara a
sus padres!
El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que
la pierda por mí, la encontrará. Hemos dicho muchas veces que en griego hay
tres palabras que nosotros traducimos por vida, “Zoe”, “bios” y “psiques”. El
texto no dice zoe ni bios, sino psiques. No se trata, pues, de la vida biológica,
sino de la vida psicológica, es decir, del hombre capaz de relaciones
interpersonales. En ningún caso se trataría de dejarse matar, sino de poner tu
humanidad al servicio de los demás. Esto no sería “perder”, sino “ganar”
humanidad. Quien pretenda reservar para sí mismo su persona (ego) está
malogrando su propia existencia, porque pasará por ella sin desplegar su
verdadera humanidad.
El que dé a beber un vaso de agua fresca… El ofrecer
“Un vaso de agua fresca” a un desconocido que tiene sed, puede ser la
manifestación de una profunda humanidad. El dar, sin esperar nada a cambio, es
el fundamento de una relación verdaderamente humana. En nuestra sociedad de
consumo nos estamos alejando cada vez más de esta postura. No hay absolutamente
nada que no tenga un precio, todo se compra y se vende. Nuestra sociedad está
montada de tal manera sobre el “toma y da acá”, que dejaría de funcionar si de
repente la sacáramos de esa dinámica y nos decidiésemos a vivir el evangelio.
La misma institución religiosa está montada como un
gran negocio económico, en contra de lo que decía uno de estos domingos el
evangelio: “Gratis habéis recibido, dad gratis”. Hoy todos estamos de acuerdo
con Lutero, en su protesta contra toda compraventa de bienes espirituales
(bulas, indulgencias, etc.). Pero seguimos cobrando un precio por decir una
misa de difuntos. Es verdad que debemos insistir en la colaboración de todos
para la buena marcha de la comunidad, pero no podemos convertir las
celebraciones litúrgicas en instrumentos de recaudación de impuestos.
El objetivo primero de todo ser vivo es mantenerse
en el ser. Tres mil ochocientos millones de años de evolución han sido posibles
gracias a esta norma absoluta. Pero la misma evolución ha permitido al ser
humano ir más allá de los instintos biológicos y alcanzar conscientemente una
meta más alta que no está en contradicción con la biología. Todo lo que le
acerca a ese objetivo último le puede causar más satisfacción y felicidad que
satisfacer sus instintos. La raíz última de todo acto bueno está en la misma
biología, no es contrario a ella. Nada más falso que una lucha entre lo
biológico y lo espiritual.
Resumiendo mucho. La trampa en la que caemos y que quiere
evitarnos el evangelio, es quedarnos en el placer inmediato que nos proporciona
satisfacer las necesidades de nuestra biología y perder de vista el bien total
del ser humano más allá de lo biológico y lo instintivo. Ahí está la causa de
tanto desajuste en la conducta humana. Debemos tomar conciencia de que lo que
es malo para nuestro verdadero ser, no puede ser bueno bajo ningún aspecto del
ser humano. Todo egoísmo personal o amplificado, que solo busca el bien
material del individuo o la familia, nos lleva a la deshumanización.
Meditación
El
amor puramente teórico no tiene consistencia.
Un
vaso de agua puede ser la manifestación más auténtica de amor.
No
tiene importancia ninguna lo que hagas.
Lo
que vale de veras es la actitud de entrega en lo que hagas.
El
amor es anterior a cualquier manifestación del mismo.
Pero
si no se manifiesta no es amor.
Fray
Marcos
Fuente:
http://feadulta.com/
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