Domingo
XXX del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 18, 9-14) – 27 de octubre de 2019
Hermann Rodríguez
Osorio - “(...) por considerarse justos, despreciaban a los
demás”
Cuentan
que un hombre que iba creciendo en su vida espiritual, llegó un momento en el
que se dio cuenta de que era santo... En ese mismo instante, retrocedió todo el
camino que había recorrido y tuvo que volver a comenzar desde cero. Cuando una
persona va trabajando intensamente en su proceso de crecimiento espiritual,
tiene que cuidarse de dos amenazas: la primera es perder la esperanza y pensar
que nunca va a alcanzar la meta. La segunda, no menos peligrosa, es pensar que
ya llegó. Las dos situaciones son igualmente nocivas. Ambas producen un
estancamiento en el camino espiritual.
La
parábola que Jesús nos cuenta este domingo, fue dicha para “algunos que,
seguros de sí mismos por considerarse justos, despreciaban a los demás”. Dice
Jesús que “dos hombres fueron al templo a orar: el uno era fariseo, y el otro
era uno de esos que cobran impuestos para Roma. El fariseo, de pie, oraba así:
‘Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás, que son ladrones,
malvados y adúlteros, ni como ese cobrador de impuestos. Yo ayuno dos veces a
la semana y te doy la décima parte de todo lo que gano’. Pero el cobrador de
impuestos se quedó a cierta distancia, y ni siquiera se atrevía a levantar los
ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: “¡Oh Dios, ten compasión
de mí, que soy pecador!” Dos actitudes que representan formas distintas de
presentarse ante Dios. La primera, del que se siente justificado y seguro; cree
que su comportamiento corresponde al plan de Dios; esta persona piensa que no
necesita crecer más; tal como está, merece el premio para el cual ha venido
trabajando intensamente. La segunda, del que se siente en camino, con muchas
cosas por mejorar; se sabe necesitado de Dios y de su gracia; se sabe
incompleto, en construcción.
La
conclusión de Jesús es que el “cobrador de impuestos volvió a su casa ya justo,
pero el fariseo, no. Porque el que a sí mismo se engrandece, será humillado; y
el que se humilla, será engrandecido”. Esta es la lógica del reino de Dios. Una
lógica que contradice nuestra manera de pensar. Hay que reconocer que es bueno
ser conscientes de nuestros avances y logros; ciertamente, es sano saber que
nos comportamos bien y que nuestra manera de obrar está de acuerdo con el plan
de Dios. Todo esto coincide con una sana autoestima, tan valorada recientemente
por algunas corrientes psicológicas. Pero no debemos olvidar que esta actitud
puede llevarnos a perder de vista lo que nos falta por avanzar en el propio
camino espiritual; y, por otro lado, puede producir una actitud de desprecio
por aquellos que, por lo menos aparentemente, van un poco más atrás.
Por otra parte, si
vivimos en la verdad, reconociendo nuestros propios límites, sabiendo que no
estamos terminados, tendremos siempre la alternativa del crecimiento; podremos
avanzar siempre más adelante. Cuando acogemos nuestra frágil humanidad, en toda
su complejidad de luces y sombras, y somos conscientes de nuestros defectos,
comienza en ese mismo momento a generarse el proceso de la sanación interior.
No hay sanación que no pase por el propio reconocimiento del límite. Esto
supone mantener siempre activa la esperanza para seguir caminando, aunque
todavía sintamos que nos falta mucho para llegar al final de nuestro
crecimiento espiritual. Tan peligroso para nuestra vida es dejar de caminar,
como pensar, antes de tiempo, que ya llegamos.
José Antonio
Pagola - ¿QUIÉN SOY YO PARA JUZGAR?
La parábola del
fariseo y el publicano suele despertar en no pocos cristianos un rechazo grande
hacia el fariseo que se presenta ante Dios arrogante y seguro de sí mismo, y
una simpatía espontánea hacia el publicano que reconoce humildemente su pecado.
Paradójicamente, el relato puede despertar en nosotros este sentimiento: «Te
doy gracias, Dios mío, porque no soy como este fariseo».
Para escuchar
correctamente el mensaje de la parábola, hemos de tener en cuenta que Jesús no
la cuenta para criticar a los sectores fariseos, sino para sacudir la
conciencia de «algunos que presumían de ser hombres de bien y despreciaban a
los demás». Entre estos nos encontramos, ciertamente, no pocos católicos de
nuestros días.
La oración del
fariseo nos revela su actitud interior: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy
como los demás». ¿Qué clase de oración es esta de creerse mejor que los demás?
Hasta un fariseo, fiel cumplidor de la Ley, puede vivir en una actitud
pervertida. Este hombre se siente justo ante Dios y, precisamente por eso, se
convierte en juez que desprecia y condena a los que no son como él.
El publicano, por
el contrario, solo acierta a decir: «¡Oh Dios! Ten compasión de este pecador».
Este hombre reconoce humildemente su pecado. No se puede gloriar de su vida. Se
encomienda a la compasión de Dios. No se compara con nadie. No juzga a los
demás. Vive en verdad ante sí mismo y ante Dios.
La parábola es una
penetrante crítica que desenmascara una actitud religiosa engañosa, que nos
permite vivir seguros de nuestra inocencia, mientras condenamos desde nuestra
supuesta superioridad moral a todo el que no piensa o actúa como nosotros.
Circunstancias
históricas y corrientes triunfalistas alejadas del evangelio nos han hecho a
los católicos especialmente proclives a esa tentación. Por eso, hemos de leer
la parábola cada uno en actitud autocrítica: ¿Por qué nos creemos mejores que
los agnósticos? ¿Por qué nos sentimos más cerca de Dios que los no
practicantes? ¿Qué hay en el fondo de ciertas oraciones por la conversión de
los pecadores? ¿Qué es reparar los pecados de los demás sin vivir
convirtiéndonos a Dios?
En cierta ocasión,
ante la pregunta de un periodista, el papa Francisco hizo esta afirmación:
«¿Quién soy yo para juzgar a un gay?». Sus palabras han sorprendido a casi
todos. Al parecer, nadie se esperaba una respuesta tan sencilla y evangélica de
un papa católico. Sin embargo, esa es la actitud de quien vive en verdad ante
Dios.
Fuente: http://www.gruposdejesus.com
Fray Marcos - DIOS
NO TIENE QUE JUSTIFICARME NI CONDENARME
Por fin un día lo
tenemos fácil. Hoy cualquiera podía hacer la homilía. Se entiende todo y a la
primera, a pesar de que la elección de los personajes no es inocente, ni en
este caso ni en la parábola del buen samaritano. En el primer caso, la alusión
a un sacerdote y un levita nos advierte de una tensión entre las primeras
comunidades y la jerarquía del templo. En la parábola que hoy leemos, se
advierte la animadversión de los cristianos contra los fariseos, sobre todo
después de la destrucción del templo cuando, al desaparecer el sacerdocio, se
alzaron con el santo y la limosna y emprendieron una persecución sin cuartel
contra los cristianos.
Esa postura no es
exclusiva de los fariseos, ni mucho menos. Lucas, en la introducción a la
parábola, lo deja muy claro: “por algunos que, teniéndose por justos, se
sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”. El caso es que un
hombre se siente excelente y falla en su apreciación. Otro se siente pecador y
también falla al considerar que Dios está lejos de él, por ello. Lo más normal
de mundo sería alabar al que era bueno y criticar al malo, pero a los ojos de
Dios todo es diferente. Dios es el mismo para los dos, uno le acepta por su
gratuidad, el otro pretende poner a Dios de su parte por la bondad de sus
obras.
Es una profunda
lección la que debemos aprender de este relato. El mensaje se repite muchas
veces en los evangelios. Recordemos la frase que Mateo pone en boca de Jesús:
“Las prostitutas y los pecadores os llevan la delantera en el reino de Dios”.
¿A quién dijo eso Jesús? A los fariseos, los estrictamente cumplidores de toda
la Ley, que hoy serían los religiosos de todas las categorías. Aún hoy, desde
nuestra visión raquítica del hombre y de Dios, nos resulta inaceptable esta
idea. Seguimos juzgando por las apariencias sin tener en cuenta las actitudes
personales, que son las que de verdad califican las acciones de las personas. Y
lo que es peor, nos preocupa más lo que hacemos que lo que sentimos.
Dios no está
alejado de los dos, pero el publicano reconoce que la cercanía de Dios se debe
a su amor incondicional y a pesar de sus fallos. En consecuencia el publicano
está más cerca de Dios a pesar de sus pecados. El fariseo cree que Dios tiene
la obligación de amarle porque se lo ha ganado a pulso. “Los buenos de toda la
vida” tienen mayor peligro de entrar en esta dinámica para con Dios. Si nos
atreviésemos a pensar, descubriríamos lo absurdo de esa postura. Todo lo bueno
que puedo descubrir en mí viene de Él, que desde lo hondo de mi ser lo
posibilita.
Dios no me quiere
porque soy bueno. Dios me quiere porque Él es amor. Si parto del razonamiento
farisaico (y con frecuencia lo hacemos) resultaría que el que no es bueno no
sería amado por Dios, lo cual es un disparate. Este razonamiento parte de la
visión ancestral que los seres humanos tenían de Dios, pero tenemos que dar un
salto en nuestra concepción de un dios separado y ausente, que exige nuestro
vasallaje para estar de nuestra parte. Dios no me puede considerar un objeto
porque nada hay fuera de Él. El fallo más grave que podemos cometer como seres
humanos es precisamente considerarnos algo al margen de Dios.
Dios me está
aportando lo que soy antes de empezar a existir, es ridículo que pueda
merecerlo. Lo que sí puedo y debo hacer es responder conscientemente a ese don
y tratar de agradecerlo, haciéndole presente en mi vida. Si no respondo
adecuadamente a lo que Dios es para mí, la única actitud adecuada es
reconocerlo, pedirle perdón y agradecerle con toda el alma que siga amándome a
pesar de todo. Estas simples reflexiones me llevarán a sacar una consecuencia
simple. No tengo que ser bueno para que Dios esté de mi parte. Porque Él me
quiere y no me falla como yo hago con Él, voy a intentar ser agradecido
fallándole menos y tratar de imitarle.
También tendrían
consecuencias para nuestra relación con los demás. Amar al que se porta bien
conmigo no tiene ningún valor religioso. Es verdad que es lo que hacemos todos,
pero tenemos que revisar esa actitud. Si me porto humanamente con aquel que no
se lo merece, estaré dando un salto de gigante en mi evolución hacia la
plenitud de humanidad. Ser más humano me hace a la vez, más divino. Hemos
interiorizado que debíamos actuar divinamente, aunque ese intento llevara
consigo el olvidarse de las más elementales normas de humanidad. Los altares
están llenos de santos que se olvidaron por completo de las relaciones
verdaderamente humanas.
El domingo pasado
hablábamos de la oración. Hoy nos propone dos modos de orar, no solo distintos
sino completamente contrarios. Cada oración manifiesta la idea de Dios que
tiene uno y otro. Para uno se trata de un Dios justo, que me da lo que merezco.
Para el otro, Dios es amor que llega a mí sin merecerlo. Ojo al dato. Porque la
mayoría de las veces estamos más cerca del fariseo que del publicano. Una vez
más tengo que advertir de la importancia de hacer una reflexión seria sobre
este asunto. No basta ser bueno por una acomodación estricta a la norma. Hay
que ser humano, respondiendo a las exigencias de nuestro auténtico ser.
He tenido
problemas serios cada ver que he dicho que Dios ama a todos de la misma manera.
La respuesta automática era: Dios es amor, pero es también justicia.
Implícitamente me estaban diciendo: ¿Cómo me va a amar Dios a mí, que cumplo
escrupulosamente su santa voluntad, igual que a ese desgraciado que no cumple
nada de lo que Él manda? Una vez más estamos exigiendo a Dios que sea justo a
nuestra manera. Para superar esta tentación debemos abandonar la idea de una
religión aceptada como programación, que me viene de fuera. El hecho de que el
programador sea el mismo Dios no cambia la mezquindad de la perspectiva.
Debemos descubrir
la bondad de lo mandado y no conformarnos con el cumplimiento de la norma. Ese
descubrimiento no es tan fácil como pudiera parecer a primera vista. Ningún
hecho u omisión son buenos porque están mandados. Están mandados porque lo
exige mi ser más profundo, que está más allá de mi ego superficial. Para
descubrir esas exigencias tengo que aprovecharme de la experiencia de otros
seres humanos que lo han descubierto antes que yo, pero en ningún caso quedo
dispensado de experimentarlo por mí mismo. Sin esa experiencia toda la
religiosidad se queda reducida un puro ropaje externo que no toca lo profundo
de mi ser.
El desaliento, que
a veces nos invade, es consecuencia de un desenfoque espiritual. Nada tienes
que conseguir ni por ti mismo ni de Dios. Dios ya te lo ha dado todo y te ha
capacitado para desplegar todo tu ser. No tengas miedo a nada ni a nadie. Tu
ser profundo no lo puede malear nadie, ni siquiera tú mismo. Tus fallos son
solo la demostración de que no has descubierto lo que eres, pero todas las
posibilidades de alcanzar esa plenitud siguen intactas. Piensa en esto: las
limitaciones que descubres cada día, y que tanto nos hacen sufrir, no pueden
malograr todas las posibilidades que me acompañan siempre.
Cuando te sientas
abrumado por tus fallos, descubre que para Dios eres siempre el mismo. Alguien
único, irrepetible, necesario para el mundo y para Dios. Se habla mucho
últimamente de la autoestima. Es imprescindible para poder desarrollarte, pero
nunca puede apoyarse en las cualidades que puedes tener o no tener y que son
secundarias. Esa pretensión de desplegar la autoestima en las cualidades
adquiridas, o por adquirir, nos llevará siempre a un rotundo fracaso. Tomar
conciencia de que lo que soy no depende de mí es la clave para una total
seguridad en lo que soy. Soy mucho más de lo que creo ser. A pesar de mí, mi
valor es infinito.
Meditación-contemplación
No te conformes con aceptar la religión como programación.
Aprovecha la experiencia de otros para conocerte mejor.
Descubre tu ser verdadero y actúa en consecuencia.
Lo humano que hay en ti, tienes que desplegarlo.
Baja a lo hondo de tu ser y descubre lo que eres.
No tienes que alcanzar nada, solo vivir lo que ya eres.
Fray
Marcos
Fuente: http://feadulta.com/
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