Domingo XIX del Tiempo Ordinario Ciclo-C
20 de octubre de 2019.
29° del Tiempo Ordinario
José Antonio
Pagola - ¿SEGUIMOS CREYENDO EN LA JUSTICIA?
Lucas narra una breve parábola indicándonos que Jesús la contó para
explicar a sus discípulos «cómo tenían que orar siempre sin desanimarse». Este
tema es muy querido al evangelista que, en varias ocasiones, repite la misma
idea. Como es natural, la parábola ha sido leída casi siempre como una
invitación a cuidar la perseverancia de nuestra oración a Dios.
Sin embargo, si observamos el contenido del relato y la conclusión del
mismo Jesús, vemos que la clave de la parábola es la sed de justicia. Hasta
cuatro veces se repite la expresión «hacer justicia». Más que modelo de
oración, la viuda del relato es ejemplo admirable de lucha por la justicia en
medio de una sociedad corrupta que abusa de los más débiles.
El primer personaje de la parábola es un juez que «ni teme a Dios ni le
importan los hombres». Es la encarnación exacta de la corrupción que denuncian
repetidamente los profetas: los poderosos no temen la justicia de Dios y no
respetan la dignidad ni los derechos de los pobres. No son casos aislados. Los
profetas denuncian la corrupción del sistema judicial en Israel y la estructura
machista de aquella sociedad patriarcal.
El segundo personaje es una viuda indefensa en medio de una sociedad
injusta. Por una parte, vive sufriendo los atropellos de un «adversario» más
poderoso que ella. Por otra, es víctima de un juez al que no le importa en
absoluto su persona ni su sufrimiento. Así viven millones de mujeres de todos
los tiempos en la mayoría de los pueblos.
En la conclusión de la parábola, Jesús no habla de la oración. Antes que
nada, pide confianza en la justicia de Dios: «¿No hará Dios justicia a sus
elegidos que le gritan día y noche?». Estos elegidos no son «los miembros de la
Iglesia» sino los pobres de todos los pueblos que claman pidiendo justicia. De
ellos es el reino de Dios.
Luego, Jesús hace una pregunta que es todo un desafío para sus
discípulos: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la
tierra?». No está pensando en la fe como adhesión doctrinal, sino en la fe que
alienta la actuación de la viuda, modelo de indignación, resistencia activa y
coraje para reclamar justicia a los corruptos.
¿Es esta la fe y la oración de los cristianos satisfechos de las
sociedades del bienestar? Seguramente, tiene razón J. B. Metz cuando denuncia
que en la espiritualidad cristiana hay demasiados cánticos y pocos gritos de
indignación, demasiada complacencia y poca nostalgia de un mundo más humano,
demasiado consuelo y poca hambre de justicia.
Fuente: http://www.gruposdejesus.com
Fray Marcos - DIOS
NO TIENE QUE HACER JUSTICIA
Comentar las lecturas de hoy es complicado porque, partiendo de ellas,
tenemos que concluir literalmente lo contrario de lo que dicen. La 1ª: el mito
de la elección. El Dios de Jesús no puede estar en contra de nadie. Amalec es
para Dios tan querido como el pueblo israelita, aunque los judíos sigan
pensando otra cosa. La 2ª: El mito de la inspiración. No toda la Escritura es
útil para enseñar. Recordad las palabras de Jesús: habéis oído que se dijo…
pero yo os digo… La 3ª: el mito de la justicia de Dios. Ni ahora ni después, ni
al que se lo pida con insistencia ni al que no se lo pida, va a hacer justicia
humana de ninguna manera.
La Escritura es fruto de una experiencia religiosa personal, pero está
expresada en conceptos que corresponden a una visión mítica del mundo. Al
intentar entenderla y juzgarla desde nuestra mentalidad, que ya no es mítica,
distorsionamos el mensaje. Debemos tener la valentía de separar el mensaje del
envoltorio en que ha sido transmitido. Nuestra teología ha sido un intento de
convertir el mito en logos. La racionalización del mito nos impide descubrir su
valor y nos lleva a una falsificación de la verdad que en él se contiene.
La modernidad cometió el error de lanzar por la borda la increíble
riqueza de la experiencia religiosa, porque confundió el embalaje mítico en que
venía presentada con la verdad que quería trasmitir. Con el agua del baño hemos
tirado por la ventana al niño. Pero las religiones, sobre todo la nuestra,
sigue manteniendo el error de no querer prescindir del envoltorio porque
después de tanto tiempo insistiendo en que había que mantener a toda costa el
mito, ahora no tienen la valentía de proponer la verdad separada del mismo
mito.
Hoy es imprescindible atender al contexto para entender el texto. A
continuación del relato de los diez leprosos, que hemos leído el domingo
pasado, le preguntan a Jesús los fariseos sobre cuándo llegará el Reino de
Dios. Jesús responde con afirmaciones sobre el Reino de Dios y sobre la última
venida del Hijo del hombre. Con la perspectiva de ese pequeño apocalipsis, el
relato de hoy cobra su verdadero sentido. No trata de prevenir cualquier
desánimo, sino del peligro de caer en el desaliento porque la parusía se
retrasaba demasiado. Recordemos que la expectativa de un final inmediato era el
ambiente en que se vivió el primer cristianismo.
La parábola del juez y la viuda no tiene aplicación posible desde
nuestra religiosidad actual. No podemos poner como modelo para Dios a un juez
injusto que actúa por aburrimiento. Es que ni siquiera podemos esperar que haga
justicia. Hoy sabemos que Dios no puede tener ahora una postura y otra para
dentro de una hora o para el final de los tiempos. Dios es siempre el mismo y
no puede cambiar para amoldarse a una petición. No tenemos que esperar al final
del tiempo para descubrir la bondad de Dios sino descubrir a Dios presente,
incluso en todas las calamidades, injusticias y sufrimientos que los hombres
nos causamos unos a otros.
El tema es de máxima importancia, porque la oración, en cualquiera de
sus formas, es una de las manifestaciones religiosas que más nos dice sobre
nuestra manera de entender a Dios y al hombre. Lo que esperamos de la oración
de petición nos puede servir de test para comprender el estadio en que se
encuentra nuestra religiosidad. Agustín, con su genialidad, nos ha metido por
un callejón sin salida cuando afirmó que la oración no era eficaz, quia malum,
quia mala, quia male. Que quiere decir: porque soy malo, porque pido cosas
malas, porque las pido de mala manera. Este razonamiento es insostenible
porque, constatado que Dios no responde, nos las arreglamos para dejar a salvo
a Dios, pues la culpa la tenemos siempre nosotros.
De manera menos lapidaria yo me atrevo a decir: Si rezamos, esperando
que Dios cambie la realidad: malo. Si esperamos que cambien los demás, malo,
malo. Si pedimos, esperando que el mismo Dios cambie: malo, malo, malo. Y si
terminamos creyendo que Dios me ha hecho caso y me ha concedido lo que le
pedía: rematadamente malo. Cualquier argucia es buena, con tal de no vernos
obligados a hacer lo único que es posible: cambiar nosotros.
No es tarea de Dios impartir justicia humana, y la justicia divina se
está realizando en todo momento. Para Él todo está en orden en cada instante.
El que es objeto de injusticia no será afectado en su verdadero ser si él no se
deja arrastrar por la misma injusticia. La justicia humana se impone por el
poder judicial. Cuando pedimos a Dios que imponga “justicia” le estamos
pidiendo que actúe para restablecer un desequilibrio. Para Dios todo está
siempre en absoluto equilibrio, no necesita equilibrar nada. Dios no puede
actuar contra nadie por malo que sea. Dios está siempre con los oprimidos, pero
nunca contra los opresores.
En la Biblia “hacer justicia” es liberar al oprimido. Esta era la acción
más propia de Dios. El pueblo de Israel interpretó los acontecimientos
favorables como acción de Dios a su favor. Pero cuando las cosas le iban mal
tenían que concluir que se debía a que no habían sido fieles a la Alianza. La
verdad es que ante las mayores injusticias de entonces y de ahora, Dios se
calla. Es muy difícil armonizar este silencio de Dios con la insistencia en la
eficacia de la oración. Dios no puede hacer justicia, tal como la entendemos
los humanos.
Aquí no se trata de la oración sino de la petición a Dios de justicia
para los oprimidos. No debemos esperar la acción puntual de Dios, sino
descubrir su presencia en todo acontecer y en toda situación. Es mucho más
importante saber aguantar la injusticia que alcanzar nuestra justicia. Es mucho
más importante ser siempre “justos” que conseguir justicia de otros. La
justicia de Dios es una actitud que permite descubrir todo lo que puedo esperar
en el momento actual, sin que Dios tenga que hacer nada, mucho menos teniendo
que echar mano de su poder.
La oración no la hago para que la oiga Dios, sino para escucharla yo
mismo y darme la ocasión de profundizar en el conocimiento de mi ser profundo.
Todo ello me llevará a dar sentido al sinsentido aparente. El silencio de Dios
me obliga a profundizar en la realidad que me desborda y a buscar la verdadera
salida, no la salida fácil de una solución externa del problema, sino la
búsqueda del verdadero sentido de mi vida en esa circunstancia. Mi justicia la
tengo que hacer yo en mí. La injusticia del otro no me debe hacer injusto a mí.
Pedir a Dios justicia, aquí o para el más allá, es mantener el ídolo que
hemos creado a nuestra medida. La justicia en el más allá se inventó
precisamente para armonizar la idea de un Dios justo al modo humano con la
realidad de una injusticia presente. En tiempo de los macabeos se vio que los
males que afligían a los seres humanos no se podían explicar como castigo de
Dios, porque Antíoco estaba sacrificando precisamente a los más fieles a la
Ley. Para superar esa contradicción se sacó de la manga un castigo y un premio
para después de la muerte.
El mensaje de Jesús está sin estrenar. ¿A quién de nosotros se nos ha
ocurrido alguna vez dar la túnica al que nos roba el manto? ¿Quién ha puesto
una sola vez la otra mejilla cuando le han dado una bofetada? Ni siquiera
admitimos la posibilidad de entrar en la dinámica del evangelio. Todo lo
contrario, tratamos por todos los medios de que Dios se acomode a nuestra
manera de pensar y actúe como actuamos nosotros. La única manera de ser justo
es no practicar ninguna injusticia. Este es el sentido que tiene casi siempre
“justicia” en la Biblia.
Meditación
La mayor
injusticia, sufrida desde esta perspectiva,
es compatible con
la plenitud humana más absoluta.
Nuestra justicia
está siempre mezclada con la venganza.
Mi plenitud no
está en la derrota del enemigo
sino en dejarme
derrotar por mantenerme en el amor.
Esto es el
evangelio. ¿Quién se lo cree?
Fray Marcos
Fuente: http://feadulta.com/
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