Domingo II de Adviento – Ciclo B (Marcos
1, 1-8) – 10 de diciembre de 2017
En el desierto de Atacama, al norte de Chile, sucede cada cierto tiempo un
fenómeno único en el mundo. Esta región, una de las más áridas del planeta,
después de varios años de paisaje lúgubre y seco, se transforma, por las
lluvias, en lo que se conoce como el Desierto Florido. En las últimas dos
décadas este fenómeno se ha repetido en los años 1983, 1987, 1991 y finalmente
con la histórica precipitación del 12 de julio de 1997, donde el agua caída
registró la cifra récord de 96 mm en tan sólo 15 horas, algo totalmente inusual
para el Desierto de Atacama. El paisaje árido se transforma en un espectáculo
único y de sorprendente colorido. Inicialmente con un manto de color verde
desde el mes de julio y agosto para alcanzar toda esa gama multicolor en el mes
de septiembre, donde flores, insectos y otros animales tapizarán grandes
extensiones de la Región de Atacama.
Las lluvias hacen que pequeñas semillas y bulbos, que se han mantenido por
años enterrados en el desierto, germinen y crezcan dando vida a plantas de
variadas características y hermosas flores multicolores. Asociadas a ellas
surgen una gran cantidad de insectos, aves, generando un muy especial
ecosistema, donde todos los elementos de la naturaleza conviven en armonía
durante todo el tiempo que las condiciones climáticas lo permiten, volviendo
con los meses a una situación de latencia hasta las próximas nuevas lluvias.
Contemplar este espectáculo, habiendo conocido la realidad del desierto que
se adueña de esta región del mundo durante largos años, debe ser una
experiencia inolvidable. Es ser testigo de la vida que no se da nunca por
vencida. Siempre está esperando el momento propicio para renacer y explotar en
destellos de luz y de color. Me vino a la memoria este fenómeno natural cuando
leí en el comienzo del Evangelio según san Marcos la frase que encabeza
el Encuentro con la Palabra del día de hoy:
“Una voz grita en el desierto”. Eso es lo que Juan el Bautista significó para
el pueblo de Israel. Lo que estaba anunciando era la llegada del Mesías:
“Después de mí viene uno más poderoso que yo, que ni siquiera merezco agacharme
para desatarle la correa de sus sandalias”.
El profeta Juan anunció la vida, pero la vida estaba ya presente... Dentro
de cada uno de nosotros está presente el Reino de Dios y está tratando de
brotar y germinar para transformar el rostro del mundo. Hace algún tiempo la revista
de Teología Pastoral, Sal Terrae, traía un título muy sugestivo que
me parece que expresa muy bien lo que trato de decir: “El roble está latente en
el fondo de la bellota”, haciendo referencia a la famosa poesía de Ira Progoff.
En el fondo de toda realidad, está presente ya la vida de Dios que brotar como
una fuente inagotable.
La voz de Juan se escuchó en medio de la aridez de su pueblo para decirles:
“que debían volverse a Dios”. Fue como la lluvia que anunció la llegada de la
vida al desierto que llevaba muchos años dormido y oculto. Al interior de cada
uno de nosotros, en el fondo de nuestro corazón, están presentes siempre las
semillas del Reino que necesitan ser regadas por las lluvias generosas para que
despierten de su letargo prolongado y vuelvan a reverdecer llenando con su
color, con su fragancia y su luz, los paisajes de nuestra vida y la vida de
nuestros pueblos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario