La Sagrada Familia – Ciclo B (Lucas
2, 22.39-40) – 31 de diciembre de 2017
Un matrimonio de profesionales jóvenes, con dos hijos pequeños, fue
asaltado un día por un familiar cercano con una pregunta que nunca se habían
esperado: –¿Estarían ustedes dispuestos a prestarle el carro nuevo a la
empleada del servicio durante todo un día?Ellos, sin entender para dónde
iba el interrogatorio, respondieron casi al tiempo y sin dudar ni un momento: “Ni
de riesgos. ¡Cómo se le ocurre! ¡No faltaba más!” El familiar, dejando
escapar una sonrisa de satisfacción al ver cómo habían caído redonditos, les
dijo: “Y, entonces, ¿cómo es que dejan todo el día a sus dos hijos en manos de
la misma empleada del servicio?”
No se trata de juzgar la forma de ejercer la paternidad o la maternidad en
los tiempos modernos. Ni soy yo el más indicado para decir qué está bien y qué
está mal en la educación de los hijos, puesto que no los tengo; pero cuando
escuché esta historia me conmoví interiormente y pensé mucho en la forma como
se van levantando actualmente los hijos de matrimonios conocidos.
La familia es el núcleo primordial en el que crecemos y nos vamos
desarrollando como personas. Lo que aprendemos en la casa nos estructura
interiormente para afrontar los retos que nos plantea la vida. Lo que no se
aprende en el seno del hogar es muy difícil que luego se adquiera en el camino
de la vida. Los primeros años de nuestro desarrollo son fundamentales y tal vez
a veces lo olvidamos.
Es muy poco lo que los Evangelistas nos cuentan sobre la vida familiar de
Jesús, José y María; sin embrago, por lo poco que se sabe, ellos tres
constituyeron un hogar lleno de amor y cariño en el que se fue formando el
corazón del niño Jesús. Y, a juzgar por los resultados, ciertamente, tenemos
que reconocer que debió ser una vida familiar que le permitió al Niño crecer
hasta la plenitud de sus capacidades: “Y el niño crecía y se hacía más fuerte,
estaba lleno de sabiduría y gozaba del favor de Dios”.
Que nuestros niños crezcan también fuertes y llenos de sabiduría, gozando
del favor de Dios, de tal manera que no tengan que rezar a Dios con las
palabras que leí alguna vez en una revista:
"Señor, tu que eres bueno y proteges a todos los
niños de la tierra,
quiero pedirte un gran favor: transfórmame en un televisor.
Para que mis padres me cuiden como lo cuidan a él,
para que me miren con el mismo interés
con que mi mamá mira su telenovela preferida o papá el
noticiero.
Quiero hablar como algunos animadores que cuando lo
hacen,
toda la familia calla para escucharlos con atención y
sin interrumpirlos.
Quiero sentir sobre mí la preocupación que tienen mis
padres
cuando el televisor se rompe y rápidamente llaman al
técnico.
Quiero ser televisor para ser el
mejor amigo de mis padres y su héroe favorito.
Señor, por favor, déjame ser televisor, aunque
sea por un día".
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