Segundo Domingo de Pascua – Ciclo A
(Juan 20, 19-31) 27 de abril de 2014
En alguna
parte leí la historia de un montañista que, desesperado por conquistar el
Aconcagua, inició su travesía, después de años de preparación. Quería la gloria
sólo para él, por lo tanto subió sin compañeros. Empezó a subir y se le fue
haciendo tarde, y no se preparó para acampar, sino que siguió subiendo,
decidido a llegar a la cima. Oscureció, la noche cayó con gran pesadez en la
altura de la montaña; ya no se podía ver absolutamente nada. Todo era oscuro,
cero visibilidad, no había luna y las estrellas estaban cubiertas por las
nubes. Subiendo por un acantilado, a solo cien metros de la cima, se resbaló y
se desplomó por los aires... Bajaba a una velocidad vertiginosa; solo podía ver
veloces manchas cada vez más oscuras que pasaban en la misma oscuridad y la
terrible sensación de ser succionado por la gravedad. Seguía cayendo... y
en esos angustiantes momentos, pasaron por su mente todos sus gratos y no tan
gratos momentos de la vida; pensaba que iba a morir; sin embargo, de repente
sintió un tirón tan fuerte que casi lo parte en dos... Como todo alpinista
experimentado, había clavado estacas de seguridad con candados a una larguísima
soga que lo amarraba de la cintura. En esos momentos de quietud,
suspendido por los aires, no le quedó más que gritar: «¡Ayúdame, Dios
mío!»
De repente una voz grave y profunda de los cielos le contesta: –«¿Qué quieres que haga, hijo mío?» –«¡Sálvame, Señor!» –«¿Realmente crees que puedo salvarte?» –«Por supuesto, Señor». –«Entonces, corta la cuerda que te sostiene...» Hubo un momento de silencio y quietud. El hombre se aferró más a la cuerda... y no se soltó como le indicaba la voz. Cuenta el equipo de rescate que al otro día encontraron colgado a un alpinista congelado, muerto, agarrado con fuerza, con las manos a una cuerda... a tan solo dos metros del suelo...
La duda mata, dice la
sabiduría popular. Y para demostrarlo, basta ver una gallina tratando de cruzar
una carretera por la que transitan camiones con más de diez y ocho llantas...
El Evangelio que nos propone la liturgia del Segundo domingo de Pascua nos
muestra a un Tomás exigiendo pruebas y señales claras para creer: “Tomás, uno
de los doce discípulos, al que llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando
llegó Jesús. Después los otros discípulos le dijeron: – Hemos visto al Señor.
Pero Tomás contestó: – Si no veo en sus manos las heridas de los clavos, y si
no meto mi dedo en ellas y mi mano en su costado, no lo podré creer”.
Seguramente, muchas veces en nuestra vida hemos dicho palabras parecidas a
Dios. Este domingo tenemos una buena oportunidad para revisar la confianza que
tenemos en el Señor.
Cuando el
Señor volvió a aparecerse en medio de sus discípulos, llamó a Tomás y le dijo:
– Mete aquí tu dedo, y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado...”
Será necesario que el Resucitado nos diga «¡No seas incrédulo sino
creyente!» o, por el contrario, seremos merecedores de esa bella
bienaventuranza que dice: «Dichosos los que creen sin haber visto».
Sinceramente, preguntémonos: ¿Dónde tenemos puesta nuestra confianza? ¿Dónde
está nuestra seguridad? ¿Estamos llenos de dudas que nos van matando? ¿Qué
tanto confiamos en la cuerda que nos sostiene en medio del abismo?
Saludo cordial.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Decano Académico
Facultad de Teología
Pontificia Universidad Javeriana
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