Reflexiones sobre (Lucas 15, 1-32) – 15 de septiembre de 2019
“(...) hay más alegría en el cielo por un pecador que se
convierte (...)”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Ya habían pasado las 9 de la noche cuando
llegué a la casa cansado por el día de trabajo y de estudio que terminaba. Me
llamó la atención oír ruido al acercarme al apartamento. Le pregunté al portero
qué pasaba. Me contó que mi hermano menor había llegado y cómo mi papá y mi
mamá habían organizado una fiesta para recibirlo. Habían invitado a algunos
vecinos y familiares a comer. Quedé sorprendido porque ya habían pasado tres
años desde el día en que mi hermano se había marchado sin dejar el menor
rastro. Antes de desaparecer, había hecho sufrir mucho a mis papás, porque en
su afán por conseguir con qué comprar la droga que lo tenía esclavizado, había
ido desmantelando la casa de todo tipo de electrodomésticos y objetos de cierto
valor. Lo último que hizo, antes de irse, fue robarse los pocos ahorros que mis
papás habían logrado reunir a lo largo de toda la vida de sacrificios y
esfuerzos.
Sentí mucha rabia al saber que se había
organizado una fiesta para recibir a este zángano que no sabía sino gastar lo
que otros trabajaban. Me negué a entrar. Mi papá y mi mamá salieron para tratar
de convencerme de que me uniera a la fiesta. Confieso que mi reacción fue muy
dura con ellos: “De ninguna manera pienso aprobar con mi presencia la
alcahuetería de ustedes con este vago que no ha hecho otra cosa que hacerlos
sufrir, primero con sus vicios y robos, y luego con una ausencia de tres años
sin dar la menor señal de vida. ¿No se dan cuenta de lo que están haciendo? Le
están diciendo que todo lo que hizo estuvo bien y que puede seguir con lo mismo
siempre. En lugar de educarlo y hacerle ver su error, lo que están haciendo es
premiarlo por lo que hizo. ¿Cuándo han organizado ustedes una fiesta para
celebrar mis cumpleaños con mis amigos? Me he pasado la vida aquí al lado de
ustedes sin desacatar la más mínima orden, estudiando y trabajando para ayudar
a sostener los gastos de la casa, y nunca me lo han agradecido. En cambio,
ahora, llega este muchachito y convierten esto en una fiesta”.
Los argumentos que me dieron no me
convencieron. Decían de todas las formas que estaban contentos porque el hijo
que se les había perdido había aparecido y que se alegraban por saber que
estaba vivo el que ya daban por muerto. No lo podía creer. Era algo que
desbordaba mi capacidad de comprensión. No entendía cómo podía ser posible que
hubieran olvidado los muchos ratos amargos que habían tenido por su culpa,
antes y después de su desaparición tres años atrás. Estoy seguro de que ustedes
también comparten mis sentimientos y no tendrían agallas para celebrar la
llegada de un hijo o un hermano que se hubiera portado así con la familia. No
me cabe en la cabeza que haya alguien que no sienta lo mismo que yo. Después de
todo, Dios no nos pide cosas que estén por encima de nuestras capacidades.
Las parábolas que nos presenta hoy la liturgia de la Palabra son la
manera como Jesús quiso revolucionar radicalmente la imagen de Dios que tenían
sus contemporáneos. En lugar de un Dios justiciero y castigador, Jesús nos
presenta un Dios que se alegra más por la conversión de un solo pecador, que
por noventa y nueve justos que no necesitan cambiar nada de su vida. ¿Nuestra
imagen de Dios se parece más al del hijo mayor que no es capaz de perdonar, o
al padre que se alegra por encontrar al que estaba perdido?
EL GESTO MÁS ESCANDALOSO
José Antonio Pagola
El gesto más provocativo y escandaloso de Jesús fue, sin duda, su forma
de acoger con simpatía especial a pecadoras y pecadores, excluidos por los
dirigentes religiosos y marcados socialmente por su conducta al margen de la
Ley. Lo que más irritaba era la costumbre de Jesús de comer amistosamente con
ellos.
De ordinario, olvidamos que Jesús creo una situación sorprendente en la
sociedad de su tiempo. Los pecadores no huyen de él. Al contrario, se sienten
atraídos por su persona y su mensaje. Lucas nos dice que «los pecadores y
publicanos solían acercarse a Jesús para escucharle». Al parecer, encuentran en
él una acogida y comprensión que no encuentran en ninguna otra parte.
Mientras tanto, los sectores fariseos y los doctores de la Ley, los
hombres de mayor prestigio moral y religioso ante el pueblo, solo saben
criticar escandalizados el comportamiento de Jesús: «Ese acoge a los pecadores
y come con ellos». ¿Cómo puede un hombre de Dios comer en la misma mesa con
aquella gente pecadora e indeseable?
Jesús nunca hizo caso de sus críticas. Sabía que Dios no es el Juez
severo y riguroso del que hablaban con tanta seguridad aquellos maestros que
ocupaban los primeros asientos en las sinagogas. Él conoce bien el corazón del
Padre. Dios entiende a los pecadores; ofrece su perdón a todos; no excluye a
nadie; lo perdona todo. Nadie ha de oscurecer y desfigurar su perdón insondable
y gratuito.
Por eso, Jesús les ofrece su comprensión y su amistad. Aquellas
prostitutas y recaudadores han de sentirse acogidos por Dios. Es lo primero.
Nada tienen que temer. Pueden sentarse a su mesa, pueden beber vino y cantar
cánticos junto a Jesús. Su acogida los va curando por dentro. Los libera de la
vergüenza y la humillación. Les devuelve la alegría de vivir.
Jesús los acoge tal como son, sin exigirles previamente nada. Les va
contagiando su paz y su confianza en Dios, sin estar seguro de que responderán
cambiando de conducta. Lo hace confiando totalmente en la misericordia de Dios
que ya los está esperando con los brazos abiertos, como un padre bueno que
corre al encuentro de su hijo perdido.
La primera tarea de una Iglesia fiel a Jesús no es condenar a los
pecadores sino comprenderlos y acogerlos amistosamente. En Roma pude comprobar
hace unos meses que, siempre que el papa Francisco insistía en que Dios perdona
siempre, perdona todo, perdona a todos…, la gente aplaudía con entusiasmo.
Seguramente es lo que mucha gente de fe pequeña y vacilante necesita escuchar
hoy con claridad de la Iglesia.
Fuentes: http://www.gruposdejesus.com
PARA DIOS NADIE ESTÁ PERDIDO
Fray Marcos
Hoy leemos el c. 15 de Lc, que empieza exponiendo el contexto en que se
desarrollan las tres parábolas: la oveja, la moneda y el hijo perdidos. Todos
los publicanos y pecadores se acercaban a él. Los fariseos critican a Jesús por
esto. Las tres parábolas son una respuesta de Jesús a esas murmuraciones. Los
fariseos pensaban acercarse a Dios a través del cumplimiento de la Ley. Tantas
veces se nos ha inculcado la obligación de buscar a Dios por ese camino, que
nos quedamos alelados cuando Jesús nos dice que es Él el que nos busca.
A pesar de la radicalidad del domingo pasado (odia a tu familia, ama la
cruz, renuncia a todo), hoy nos dice el evangelio que los “pecadores” se
acercaban a Jesús. Es la mejor demostración de que no lo entendieron como
rigorismo, sino como acogida entrañable. Los fariseos y letrados se acercaban
también, pero para espiarle y condenarle. No podían concebir que un
representante de Dios pudiera mezclarse con los “malditos”. El Dios de Jesús
está radicalmente en contra del sentir de los fariseos.
Las parábolas no necesitan explicación alguna, pero exigen implicación,
es decir, que nos dejemos empapar por su mensaje. El dios que nos hemos
fabricado a nuestra imagen y semejanza tiene que saltar por los aires.
Atreverse a romper una y otra vez el ídolo es la tarea más complicada de toda
religión. El Dios de Jesús se identifica con cada una de sus criaturas
haciéndolas participes de todo lo que él es. No somos nosotros los que tenemos
que “convertirnos” a Dios, porque Él está siempre vuelto hacia cada uno de
nosotros. No puede esperar nada de nosotros, pero nosotros, todo lo recibimos
de Él.
Las tres parábolas que hemos leído van en la misma dirección. No solo
nos invitan a la confianza en un Dios que nos busca con amor sino que trastocan
radicalmente la idea de Dios, la idea de pecador y la idea de justo. Si
comparamos la primera lectura con el evangelio, descubriremos el abismo que
existe entre una concepción y otra. Pero se trata de sustituir conceptos
religiosos, que son los más difíciles de desarraigar. Después de veinte siglos,
seguimos teniendo la misma dificultad a la hora de cambiar nuestro concepto de
Dios.
En los conceptos religiosos de la época, Jesús no pudo expresar toda su
experiencia de Dios. Pero, si estamos atentos, podemos descubrir en su mensaje
rasgos definitivos del verdadero Dios. El Dios de Jesús es, sobre todo, Abba;
es decir, padre y madre que se entrega incondicionalmente a sus criaturas. Es
amor, misericordia y compasión. Nada del ser poderoso que espera de nosotros
vasallaje. Nada del juez que analiza con meticulosidad nuestras acciones. Nada
del impasible que defiende su gloria por encima de todo. Las tres parábolas
insisten en la búsqueda, por su parte, del hombre, aunque se haya extraviado.
Hoy podemos apuntar a Dios con mucha más precisión que los evangelios,
porque tenemos mejor conocimiento del hombre y del mundo. Hoy sabemos que Dios
no es un ser, ni siquiera el más sublime de todos los seres. Lo que es, lo ha
dejado plasmado en cada una de sus criaturas. Dios no puede ser aislado de la
creación. No es ni cada criatura ni el conjunto de lo creado; pero tampoco es
algo al margen, que se encuentra en alguna parte fuera de la creación. Debemos
superar el concepto de creación que hemos manejado hasta la fecha. La creación
es la manifestación de Dios que no exige un principio temporal.
El Dios de Jesús es don absoluto y total. No un don como posibilidad,
sino un don efectivo y ya realizado, porque es la base y fundamento de todo lo
que somos. Al decir que es Amor (ágape) estamos diciendo que ya se ha dado
totalmente, y que no le queda nada por dar. Jesús no vino a salvar, sino a
decirnos que estamos salvados. Un lenguaje sobre Dios, que suponga expectativas
sobre lo que Dios puede darme o no darme, no tiene sentido.
Si somos capaces de entrar en esta comprensión de Dios, cambiará también
nuestra idea de “buenos” y “malos”. La actitud de Dios no puede ser diferente
para cada uno de nosotros, porque es anterior a lo que cada uno es o pueda
llegar a ser. El Dios que premia a los buenos y castiga a los malos es una
aberración incompatible que el espíritu de Jesús. Dios no nos ama porque somos
buenos, al contrario, somos “buenos” porque hemos descubierto lo que hay de
Dios (Amor) en nosotros. Somos “malos” porque no hemos descubierto a Dios.
Alguno puede pensar que, aceptar la misericordia de Dios invita a
escapar de la responsabilidad personal. Si Dios me va amar lo mismo siendo
bueno que siendo malo, no merece la pena esforzarse. Esta reflexión indica que
no hemos entendido nada del evangelio. Nada más contrario a la predicación de
Jesús. La misericordia de Dios es gratuita, eterna e infinita, pero no puede
afectarme hasta que yo no la acepto. Creer que puedo acogerme a la misericordia
sin responder a su búsqueda es entender la relación con Dios de una manera
jurídica y externa. La actitud de Dios para conmigo debe ser el motor de cambio
en mí.
La máxima expresión de misericordia es el perdón. Entender el perdón de
Dios tiene una dificultad casi insuperable, porque nos empeñamos en proyectar
sobre Dios nuestra propia manera de perdonar. Nuestro perdón es una reacción a
la ofensa del otro. En cambio, el perdón de Dios es anterior al pecado. Dios es
solo amor, pero nosotros lo descubrimos como perdón, cuando nos sentimos
perdonados, por eso para nosotros está siempre unida al pecado. Para aclararnos
un poco, vamos a examinar dos conceptos: cómo podemos entender el perdón de
Dios, y cómo podemos entender el pecado.
Dios solo puede amar. Decimos que Dios ama porque Él es amor, no porque
las cosas o las personas sean amables. Dios no ama las cosas porque son buenas,
sino que las cosas son buenas porque Dios las ama. El perdón en Dios significa
que su amor no acaba cuando nosotros fallamos, como pasa entre los hombres. Si
nosotros amamos unas criaturas, y no a otras, se debe a nuestra ceguera, a nuestra
ignorancia. Ahora comprenderéis lo equívoco de nuestro lenguaje sobre Dios
cuando hablamos de su perdón como un acto.
Es ridículo pensar que podamos ofender a Dios. La incapacidad de los
cristianos para aceptar a los pecadores se debe a que identificamos los fallos
con la persona misma. La persona es una cosa y sus acciones otra. El pecado es
siempre fruto de la ignorancia. Para que la voluntad se incline a un objeto,
tiene que presentarse como bueno. El entendimiento puede ver una cosa como buena,
siendo en realidad mala. Esta es la causa de nuestros fallos. Para superar una
actitud de pecado, no debemos apelar a la voluntad, sino al entendimiento.
Si las reflexiones que acabamos de hacer son ciertas, ¿de qué sirve la
confesión? Mal utilizada, para nada. Pero si la sabemos utilizar, es uno de los
hallazgos más interesantes de los dos mil años de cristianismo, porque responde
a una necesidad humana. Somos nosotros, no Dios, quienes necesitamos la
confesión como señal de su perdón. La confesión no es para que Dios nos
perdone, sino para que nosotros descubramos el mal que hemos hecho y aceptemos
el amor de Dios que llega a nosotros sin merecerlo. La confesión es el signo de
que yo he fallado, pero también de que Dios ni me falla ni puede fallarme.
Meditación-contemplación
El amor de Dios es anterior a mi propio ser.
Todo lo que soy depende de ese don gratuito de
Dios.
Deja que ese Ágape se manifieste a través de
tu ser.
Tengo que dejarme encontrar por ese Dios.
Tengo que sentir su energía y dejar que me
inunde.
Dios en mí es fuerza trasformadora.
Fray Marcos
Fuentes: http://feadulta.com/
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