Domingo de Ramos – Ciclo C (Lucas22, 14; 23, 56) – 14 de abril de
2019
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
“En el Evangelio de Lucas leemos lo siguiente: ‘Le dijo Pedro: «¡Hombre, no sé de qué hablas!». Y en aquel momento, estando aún
hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro... Y Pedro,
saliendo fuera, rompió a llorar amargamente”.
Yo he tenido unas
relaciones bastante buenas con el Señor. Le pedía cosas, conversaba con El,
cantaba sus alabanzas, le daba gracias... Pero siempre tuve la incómoda
sensación de que El deseaba que le mirara a los ojos..., cosa que yo no hacía.
Yo le hablaba, pero desviaba la mirada cuando sentía que El me estaba mirando.
Yo miraba siempre a otra parte. Y sabía por qué: tenía miedo. Pensaba que en
sus ojos iba a encontrar una mirada de reproche por algún pecado del que no me
hubiera arrepentido. Pensaba que en sus ojos iba a descubrir una exigencia; que
había algo que El deseaba de mí. Al fin, un día, reuní el suficiente valor y
miré. No había en sus ojos reproche ni exigencia. Sus ojos se limitaban a
decir: «Te quiero». Me quedé mirando fijamente durante largo tiempo. Y allí
seguía el mismo mensaje: «Te quiero». Y, al igual que Pedro, salí fuera y lloré”.
Esta reflexión que nos presenta
el famoso jesuita Anthony de Mello, nos invita a fijarnos en dos versículos de
la pasión del Señor Jesucristo según san Lucas, que la Iglesia nos propone para
el domingo de Ramos este año. Seguramente, más de una vez hemos vivido momentos
como los que se describen aquí y hemos sentido la mirada del Señor que no
reclama, ni pide nada... sólo nos expresa su amor incondicional. La pasión del
Señor nos muestra el amor que llega hasta el extremo. No es un amor que echa en
cara el sufrimiento padecido. No es un amor condicionado a nuestra respuesta.
El amor con el que Jesús nos ama en su pasión es incondicional, y deja siempre
abierta la invitación a trabajar con él y como él, para que no haya
crucificados en este mundo. Pero es una invitación libre para personas libres,
y no una imposición.
El jesuita chileno, Jorge Costadoat, S.J., envió hace un tiempo una
reflexión que tituló ¿Mucha sangre y poco Cristo? En ella hace algunos
comentarios sobre la película de Mel Gibson, La Pasión de Jesucristo.
Afirma que “hasta el año 1000 aproximadamente, predominó en la Iglesia la teología
de los padres griegos que subrayaba la importancia del don de Dios mismo en
Cristo crucificado. Para colaborar en su salvación, los hombres debían creer
que, al entregarse Dios en la cruz por ellos, los amaba y salvaba libre y
gratuitamente. Pero desde san Anselmo en adelante, la teología latina giró en
contrario: la salvación Dios la otorga gracias a la satisfacción que Cristo
crucificado le ofrece en representación de quienes no pueden, siendo pecadores,
reparar la ofensa de su honor divino. En lo sucesivo se desarrollaron teologías
que, llevando al extremo la importancia de la entrega del hombre Jesús,
terminaron por menoscabar la gratuidad del sacrificio y de la salvación
cristiana”.
Tal vez hemos menoscabado la gratuidad del amor de
Dios manifestado en Jesús. Por eso, cuando el Señor nos mira, sentimos su
reclamo por nuestras negaciones y traiciones. Sin embargo, lo único que dicen
sus ojos es lo que vio Pedro en ellos: «Te quiero».
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