Octavo domingo del Tiempo ordinario – Ciclo C (Lucas 6, 39-45)
–
3 de marzo de 2019
Hermann Rodríguez
Osorio, S.J.
Es muy bien sabido que somos muy buenos jueces de las causas ajenas y
muy malos jueces de las propias. Estrictamente hablando, no se trata sólo de
una tendencia pecaminosa del ser humano. Si es una tendencia negativa, pero no
sólo se trata de la maldad humana, sino de una característica de nuestro modo
de conocer. Vemos mejor la fachada del vecino que la nuestra. Estamos tan
acostumbrados a mirarnos a nosotros mismos, que no notamos los cambios que
vamos sufriendo. No vemos nuestros defectos, con la misma claridad con la que
vemos los defectos de los demás. Como decía Jesús, vemos con mucha claridad la
pelusa que tiene nuestro prójimo en su ojo, pero no vemos la viga que tenemos
en el nuestro.
De esta condición de nuestra forma de conocer la realidad, se vale el
pecado para engañarnos y hacernos jueces de la vida de los demás. Cuando San
Ignacio de Loyola pensó en los Ejercicios Espirituales, como instrumento para
quitar de las personas todos los impedimentos que ponemos a la voluntad de
Dios, tuvo en cuenta esta condición de nuestro acceso a la realidad. Por esto,
le dio mucha importancia al acompañamiento que el ejercitante necesita en su
proceso. No podemos adentrarnos en una experiencia espiritual, sin tener
alguien con quien confrontar lo que vamos viviendo. Si caminamos solos, es muy
posible que nos engañemos a nosotros mismos y terminemos en un lugar al que no
queríamos ir.
Juan de Polanco (1517-1576), uno de los jesuitas de la segunda
generación, escribió una serie de instrucciones para el que acompaña y el que
hace los Ejercicios Espirituales, conocido como “Directorio”. En este
documento, Polanco recomienda que no se comience la experiencia de los
Ejercicios Espirituales, sin el acompañamiento de un experto que nos guíe y
aconseje: “(...) es prudencia
espiritual en cada uno, el buscar como juez en el propio negocio a otro
distinto de sí mismo, como se dice en el primer capítulo; pero la ayuda de otro
es principalmente necesaria a aquellos que, no estando versados en las cosas
espirituales, empiezan a entrar en la vía espiritual; por esto aconsejan los
doctores, antes no entrar en
este camino, que hacerlo sin maestro.
Manifieste, pues, el que se ejercita a su instructor cómo se haya comportado en
los Ejercicios, y dele cuenta de los mismos; ya, si algo no acabó de entender,
para aprenderlo; ya las ideas e ilustraciones del ánimo, para examinarlas; ya
las consolaciones y desolaciones, para discernirlas; ya las penitencias que
hace y las tentaciones que experimenta, para que le ayude con su consejo” (Directorio
de Polanco, 34).
Aconsejan los doctores, que es mejor no hacer este tipo de experiencias,
que hacerlas sin un maestro que nos acompañe. Esta es la mejor manera de sacar
la viga que tenemos en nuestro ojo, de manera que podamos ayudar a los demás a
quitar la pelusa que ellos tienen en el suyo. Por eso, antes de juzgar a los
demás, miremos hacia nuestro propio interior y reconozcamos lo que necesitamos
cambiar nosotros mismos, antes de decirle a los demás lo que deben corregir.
Pienso que un pequeño texto que se ofrece como introducción a un libro
de psicología que se llama , “Por favor,
entiéndeme”, puede ayudarnos en esta tarea:
> Si no me gusta lo que a ti te gusta, por favor,
trata de no decirme que estoy equivocado en mis gustos.
> Si creo otra cosa distinta a la que tú crees, por
lo menos detente un momento antes de corregir mi punto de vista.
>
Si
mi emoción es menor que la tuya, o mayor, dadas las mismas circunstancias,
trata de no pedirme que sienta más fuerte o más débilmente.
>
O, incluso, si actúo o dejo de actuar de la manera
que tú consideras mejor, déjame ser.
> No te estoy
pidiendo, por lo menos hasta el momento, que me entiendas. Esto vendrá
solamente cuando dejes de pretender hacer de mi una copia tuya.
>
Yo puedo ser tu esposa o esposo, tu amigo, tu
pariente, o tu colega; puedo ser tu compañero o compañera de comunidad. Si
estás dispuesto a permitir mis propios gustos, o emociones, o creencias, o
acciones, entonces te abrirás de tal manera ante mi que tal vez un día mi forma
de ser no te parecerá tan equivocada ni mala; incluso puede llegar a parecerte
correcta, por lo menos para mi.
> Ponerte en mi
situación es el primer paso para llegar entenderme algún día. No quiero que
asumas mi forma de ser como la correcta para ti, pero sí quiero que no te de
rabia ni te pongas bravo conmigo por ser como soy. Al llegar a entenderme, tal
vez termines apreciando mis diferencias con respecto a ti y, lejos de querer
cambiarme, me ayudarás a preservar y aún nutrir estas diferencias que nos
enriquecen a los dos.
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