sábado, 2 de marzo de 2019

“¿Por qué te pones a mirar la astilla que tiene tu hermano en el ojo (…)”


Octavo domingo del Tiempo ordinario – Ciclo C (Lucas 6, 39-45) – 
3 de marzo de 2019

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

Es muy bien sabido que somos muy buenos jueces de las causas ajenas y muy malos jueces de las propias. Estrictamente hablando, no se trata sólo de una tendencia pecaminosa del ser humano. Si es una tendencia negativa, pero no sólo se trata de la maldad humana, sino de una característica de nuestro modo de conocer. Vemos mejor la fachada del vecino que la nuestra. Estamos tan acostumbrados a mirarnos a nosotros mismos, que no notamos los cambios que vamos sufriendo. No vemos nuestros defectos, con la misma claridad con la que vemos los defectos de los demás. Como decía Jesús, vemos con mucha claridad la pelusa que tiene nuestro prójimo en su ojo, pero no vemos la viga que tenemos en el nuestro.

De esta condición de nuestra forma de conocer la realidad, se vale el pecado para engañarnos y hacernos jueces de la vida de los demás. Cuando San Ignacio de Loyola pensó en los Ejercicios Espirituales, como instrumento para quitar de las personas todos los impedimentos que ponemos a la voluntad de Dios, tuvo en cuenta esta condición de nuestro acceso a la realidad. Por esto, le dio mucha importancia al acompañamiento que el ejercitante necesita en su proceso. No podemos adentrarnos en una experiencia espiritual, sin tener alguien con quien confrontar lo que vamos viviendo. Si caminamos solos, es muy posible que nos engañemos a nosotros mismos y terminemos en un lugar al que no queríamos ir.

Juan de Polanco (1517-1576), uno de los jesuitas de la segunda generación, escribió una serie de instrucciones para el que acompaña y el que hace los Ejercicios Espirituales, conocido como “Directorio”. En este documento, Polanco recomienda que no se comience la experiencia de los Ejercicios Espirituales, sin el acompañamiento de un experto que nos guíe y aconseje: “(...) es prudencia espiritual en cada uno, el buscar como juez en el propio negocio a otro distinto de sí mismo, como se dice en el primer capítulo; pero la ayuda de otro es principalmente necesaria a aquellos que, no estando versados en las cosas espirituales, empiezan a entrar en la vía espiritual; por esto aconsejan los doctores, antes no entrar en este camino, que hacerlo sin maestro. Manifieste, pues, el que se ejercita a su instructor cómo se haya comportado en los Ejercicios, y dele cuenta de los mismos; ya, si algo no acabó de entender, para aprenderlo; ya las ideas e ilustraciones del ánimo, para examinarlas; ya las consolaciones y desolaciones, para discernirlas; ya las penitencias que hace y las tentaciones que experimenta, para que le ayude con su consejo” (Directorio de Polanco, 34).

Aconsejan los doctores, que es mejor no hacer este tipo de experiencias, que hacerlas sin un maestro que nos acompañe. Esta es la mejor manera de sacar la viga que tenemos en nuestro ojo, de manera que podamos ayudar a los demás a quitar la pelusa que ellos tienen en el suyo. Por eso, antes de juzgar a los demás, miremos hacia nuestro propio interior y reconozcamos lo que necesitamos cambiar nosotros mismos, antes de decirle a los demás lo que deben corregir.

Pienso que un pequeño texto que se ofrece como introducción a un libro de psicología que se llama , “Por favor, entiéndeme”, puede ayudarnos en esta tarea:
>  Si no me gusta lo que a ti te gusta, por favor, trata de no decirme que estoy equivocado en mis gustos.
>  Si creo otra cosa distinta a la que tú crees, por lo menos detente un momento antes de corregir mi punto de vista.
>  Si mi emoción es menor que la tuya, o mayor, dadas las mismas circunstancias, trata de no pedirme que sienta más fuerte o más débilmente.
>  O, incluso, si actúo o dejo de actuar de la manera que tú consideras mejor, déjame ser.
> No te estoy pidiendo, por lo menos hasta el momento, que me entiendas. Esto vendrá solamente cuando dejes de pretender hacer de mi una copia tuya.
>  Yo puedo ser tu esposa o esposo, tu amigo, tu pariente, o tu colega; puedo ser tu compañero o compañera de comunidad. Si estás dispuesto a permitir mis propios gustos, o emociones, o creencias, o acciones, entonces te abrirás de tal manera ante mi que tal vez un día mi forma de ser no te parecerá tan equivocada ni mala; incluso puede llegar a parecerte correcta, por lo menos para mi.
>  Ponerte en mi situación es el primer paso para llegar entenderme algún día. No quiero que asumas mi forma de ser como la correcta para ti, pero sí quiero que no te de rabia ni te pongas bravo conmigo por ser como soy. Al llegar a entenderme, tal vez termines apreciando mis diferencias con respecto a ti y, lejos de querer cambiarme, me ayudarás a preservar y aún nutrir estas diferencias que nos enriquecen a los dos.

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