Cuarto Domingo de Cuaresma – Ciclo C (Lucas 15, 1-3.11-32) – 31 de marzo de 2019
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
El P. Ignacio
Rosero, quien murió hace algunos años en Bucaramanga, fue un jesuita pastuso
que trabajó muchos años en una parroquia de Barrancabermeja; cambió el frío de
San Juan de Pasto por el calor ardiente del Magdalena Medio. Un hombre con un
carisma particular; sabía hablar a las multitudes y orientarlas para que
pudieran tener todos un encuentro cercano con el Señor. Fui a colaborar con él
varias veces durante mi formación y siempre me impactó la profundidad de sus
palabras y la experiencia de Dios que transmitía en sus eucaristías. Recuerdo
cómo dirigía la procesión del Via Crucis a través de una emisora
de radio, sin necesidad de moverse del despacho parroquial. Conocía de tal
manera el recorrido y los incidentes del camino doloroso de su pueblo
barranqueño, que podía adivinar lo que iba pasando en la procesión, aunque lo
que tuviera delante fuera solamente un micrófono y su escritorio revuelto de
papeles.
Todos los
sacerdotes, las religiosas, los religiosos, el mismo Papa y los obispos, hacen
cada año una semana de Ejercicios Espirituales. Muchos laicos y laicas también
suelen hacer anualmente esta experiencia espiritual. Algunos los hacemos según
la metodología creada por san Ignacio de Loyola; otros buscan otros métodos. Lo
que se pretende, en último término, es renovar la experiencia de Dios que fundamenta
la vida de fe del creyente.
Desde luego el P.
Rosero también hacía sus Ejercicios Espirituales anualmente. Una vez le oí
decir que había hecho la experiencia cambiando un poco el método. Se había
venido para Bogotá y había ido a vivir al Colegio Mayor de san Bartolomé, en el
centro de la ciudad. Dejó de celebrar la eucaristía durante ocho días, dejó la
oración, el rezo del Oficio Divino y se dedicó ocho días a pasear por el
centro, a caminar por los alrededores del colegio; fue a cine, visitó familias
amigas... Él mismo contaba que al final de esos ocho días tenía un hambre de
Dios muy grande y que pudo regresar a su parroquia en Barrancabermeja,
completamente renovado y lleno de Dios. Es decir, hizo los Ejercicios
Espirituales por nostalgia de Dios.
No quisiera comparar al P. Rosero con el hijo
pródigo, pero sí me llama la atención que esta parábola, que cuenta Jesús a los
fariseos y maestros de la ley que criticaban su cercanía a los pecadores, tiene
como característica que el hijo descarriado vuelve a casa, precisamente, porque
en la distancia, siente nostalgia de la vida junto a su padre: “Al fin se puso
a pensar: ‘¡Cuántos trabajadores en la casa de mi padre tienen comida de sobra,
mientras yo aquí me muero de hambre! Regresaré a casa de mi padre, y le diré:
Padre mío, he pecado contra el Dios y contra ti; ya no merezco llamarme tu
hijo; trátame como a uno de tus trabajadores’. Así que se puso en camino y
regresó a la casa de su padre”.
Al llegar a la casa y escuchar la música, el hijo
mayor sintió envidia y celos por la fiesta que había organizado su papá: “Pero
tanto se enojó el hermano mayor, que no quería entrar, así que su padre tuvo
que salir a rogarle que lo hiciera”. Volver a casa por la nostalgia de la vida
junto al padre, es lo que motivó al hijo pródigo a regresar. Muchas veces
también nosotros nos renovamos interiormente porque sentimos el hastío de una
vida alejada de Dios. El camino que escogió el P. Rosero, ese año por lo menos,
fue el mismo. No deberíamos sentir envidia de los que hacen así el camino de
regreso a la casa de Dios, sino alegrarnos porque también este puede ser
nuestro camino.
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