Hermann Rodríguez Osorio, S..J.
Un joven piadoso renunció a todos sus bienes y se consagró al servicio de Dios. Se fue al desierto a buscar a un anciano sabio que llevaba allí muchos años y tenía fama de santo. Cuando el joven encontró al sabio le dijo: “He entregado todas mis posesiones a los pobres y me he consagrado completamente a Dios. Pero tengo una duda: ¿Me voy a salvar?” El sabio se le quedó mirando y le respondió tajantemente: “¡No! No te vas a salvar”. El joven quedó desconcertado y confuso, porque no se esperaba una respuesta tan dura; de modo que volvió a insistir: “Pero he sido generoso y quiero seguir siéndolo. No entiendo por qué no me voy a salvar”. Entonces, el anciano le dijo: “No te vas a salvar.. A ti te van a salvar...”
Esta constatación se hace presente en la vida del creyente más tarde o más temprano. En los comienzos de la vida cristiana, especialmente cuando se ha vivido un proceso rápido de conversión, la persona siente que sus méritos le dan el derecho de sentirse salvado. Sin embargo, una de las mejores señales de que se va avanzando en el camino de la fe, es la conciencia de que no son nuestras obras las que nos convierten en justos, sino la gracia y la bondad de Dios la que nos regala la salvación.
Esta conciencia la tenía Jesús. A lo largo de este amplio texto de la Pasión, según san Marcos, queda claro que Jesús no se sentía dueño de la salvación, sino que la recibía como regalo de su Padre Dios. Incluso, los que pasaban delante de la cruz lo insultaban, meneando la cabeza y diciendo: “¡Eh, tú, que derribas el templo y en tres días lo vuelves a levantar, sálvate a ti mismo y bájate de la cruz! De la misma manera se burlaban de él los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley. Decían: –Salvó a otros, pero a sí mismo no puede salvarse. ¡Qué baje de la cruz ese Mesías, Rey de Israel, para que veamos y creamos! Y hasta los que estaban crucificados con él lo insultaban”.
Pero Jesús se sabía en las manos de Dios y confió en él hasta el final. Incluso el grito desesperado que le oyeron los testigos de este suplicio, tenía detrás una experiencia de confianza, como bien lo anota el papa Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica que escribió al comienzo del nuevo milenio: “Nunca acabaremos de conocer la profundidad de este misterio. Es toda la aspereza de esta paradoja la que emerge en el grito de dolor, aparentemente desesperado que Jesús da en la cruz: «“Eloí, Eloí, ¿lemá sabactani?” –que quiere decir– “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?”» ¿Es posible imaginar un sufrimiento mayor, una oscuridad más densa? En realidad, el angustioso «por qué» dirigido al Padre con las palabras iniciales del Salmo 22, aun conservando todo el realismo de un dolor indecible, se ilumina con el sentido de toda la oración en la que el Salmista presenta unidos, en un conjunto conmovedor se sentimientos, el sufrimiento y la confianza. En efecto, continúa el Salmo: «En ti esperaron nuestros padres, esperaron y tú los liberaste… ¡No andes lejos de mí, que la angustia está cerca, no hay para mí socorro!» (Salmo 22 (21), 5.12)” (Novo Millenio Ineunte – 2001).
¿Nos sentimos dueños de la salvación? ¿Confiamos en la acción de Dios aún en medio de las contradicciones? Esto es compartir hoy la Pasión del Señor para la salvación del mundo.
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