Domingo XIX
Ordinario – Ciclo A (Mateo 14, 22-33) – 13 de agosto de 2017
Es frecuente que sólo nos
acordemos de Dios en tiempos de crisis y dificultad. Cuando navegamos por aguas
tranquilas y nuestra vida transcurre sin particulares sobresaltos, podemos ir
perdiendo la referencia fundamental al Señor. Podríamos decir, utilizando el
lenguaje de san Ignacio de Loyola para referirse a los estados del alma, que en
tiempos de desolación buscamos con más insistencia a Dios; y
que en tiempos de consolación nos olvidamos de él, como la
fuente de toda gracia.
Juan Casiano (ca. 360-435), uno de los padres de
la Iglesia, cuyos escritos marcaron definitivamente el monaquismo de Occidente,
nos presenta, en una de sus obras, algunas causas por las cuales las personas
vivimos momentos de desolación. En primer lugar, dice Casiano,
"de nuestro descuido procede, cuando andando nosotros indiferentes, tibios
y empleados en pensamientos inútiles y vanos, nos dejamos llevar de la pereza,
y con esto somos ocasión de que la tierra de nuestro corazón produzca abrojos y
espinas, y creciendo éstas, claro está que habemos de hallarnos estériles,
indevotos, sin oración y sin frutos espirituales" (Conlationes IV,3).
La segunda causa por la cual Dios permite que tengamos estas
experiencias de abandono, según Casiano, es “para
que desamparados un poco de la mano del Señor (...) comprendamos que aquello
fue don de Dios, y que la quietud, que puestos en esta tribulación le pedimos,
únicamente la podemos esperar de su divina gracia, por cuyo medio habíamos
alcanzado aquel primer estado de paz, de que ahora nos sentimos privados” (Conlationes IV,4).
Ignacio de Loyola, en el siglo
XVI, explicará esto mismo diciendo que Dios permite que vivamos momentos
de desolación “por darnos vera noticia y conocimiento para que
internamente sintamos que no es de nosotros traer o tener devoción crecida,
amor intenso, lágrimas ni otra alguna consolación espiritual, mas que todo es
don y gracia de Dios nuestro Señor; y porque en cosa ajena no pongamos nido,
alzando nuestro entendimiento en alguna soberbia o gloria vana, atribuyendo a
nosotros la devoción o las otras partes de la espiritual consolación” (EE,
322).
Pedro, junto con los demás
discípulos, vive un momento de crisis profunda, cuando en medio de la noche, y
sintiendo que “las olas azotaban la barca, porque tenían el viento en contra”,
ve a Jesús caminando sobre las aguas; dice san Mateo que los discípulos “se
asustaron, y gritaron llenos de miedo: – ¡Es un fantasma!”. La respuesta de
Jesús los tranquilizó: “– ¡Tengan valor, soy yo, no tengan miedo!”
Pedro, entonces, con la
seguridad que le daban estas palabras, dice: “– Señor, si eres tú, ordena que
yo vaya hasta ti sobre el agua”. A lo que Jesús, ni corto ni perezoso, le respondió:
“– Ven”. Entonces, “Pedro bajó de la barca y comenzó a caminar sobre el agua
en dirección a Jesús. Pero al notar la fuerza del viento, tuvo miedo; y como
comenzaba a hundirse, gritó: – ¡Sálvame, Señor! Al momento, Jesús lo tomó de la
mano y le dijo: – ¡Qué poca fe tienes! ¿Por qué dudaste?”
Como Pedro, cuando caminamos
sobre aguas tranquilas guiados y conducidos por el Señor, tenemos la tentación
de sentirnos dueños de lo que hacemos y nos olvidamos de aquel que hace posible
nuestra existencia. De manera que, “para que en cosa ajena no pongamos nido”,
es precisamente en las crisis y en los momentos de turbulencia, cuando
reconocemos la verdadera fuente de nuestra seguridad y, como los discípulos,
después de la tormenta, nos postramos en tierra para decirle al Señor: “–¡En
verdad tú eres el Hijo de Dios!”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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