Domingo XX Ordinario – Ciclo A (Mateo 15, 21-28) – 20
de agosto de 2017
El jesuita brasileño João Batista Libânio,
en un libro sobre la formación de la conciencia crítica, dice que las
condiciones del cambio son la sospecha y la experiencia
de lo diferente. Cuando funcionamos según nuestros prejuicios, no somos
capaces de abrirnos a lo diferente y mucho menos nos atrevemos a sospechar que
nuestras posiciones puedan estar equivocadas. Y, desgraciadamente, vivimos
llenos de prejuicios políticos, culturales, sociales, raciales, religiosos...
Cuentan que una vez le preguntaron a un
ciudadano estadounidense si era demócrata o republicano, a lo que el hombre
respondió: “Soy demócrata”. Le preguntaron, entonces: “¿Por qué es usted
demócrata?” “–Soy demócrata, dijo el hombre, porque mi papá era demócrata, mi
abuelo era demócrata, toda mi familia ha sido siempre demócrata. Por eso soy
demócrata”. “Vamos a ver, inquirió el entrevistador, su respuesta no parece
lógica… si su papá hubiera sido un ladrón, su abuelo un ladrón y toda su
familia fuera de ladrones, ¿sería usted también ladrón?” “Desde luego que no,
respondió el hombre. En ese caso sería republicano”.
Este pequeño ejemplo de prejuicio político
es apenas una muestra de lo que funciona dentro de nuestra cabeza. Muy
rápidamente sacamos conclusiones respecto de la gente que conocemos todos los
días. Cada uno podría hacer un ejercicio de reconocimiento de los propios
prejuicios pensando: ¿Cómo le parece que sea una persona que tiene una cuenta
bancaria sustanciosa o alguien que esté desempleado? ¿Qué pensamos de una
persona nacida en Pasto o en la Costa? ¿Qué respuesta le daríamos a alguien que
viene a decirnos que acaba de llegar de una zona de reconocida influencia
guerrillera o paramilitar? Y así, se podrían seguir dando muchos ejemplos.
Caminando Jesús por una región apartada,
se encuentra con una mujer extranjera. La primera actitud del Señor fue pasar
de largo y no contestar nada a los gritos de la mujer, que pedía que le curara
a su hija. Los discípulos, entonces, le ruegan que atienda a esta pobre mujer,
“porque viene gritando detrás de nosotros”. Jesús respondió: “Dios me ha
enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel”. Pero la mujer
siguió insistiendo: “Fue a arrodillarse delante de él, diciendo: –¡Señor,
ayúdame!” Y Jesús le contestó: “–No está bien quitarle el pan a los hijos y
dárselo a los perros”. Solemos decir que el perro es el mejor amigo del hombre,
pero a nadie le dicen perro como piropo... Sin embargo, la mujer es capaz de
sobrepasar el insulto y decirle a Jesús: “–Sí, Señor; pero hasta los perros
comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Jesús, entonces, vencido
por la mujer, termina diciendo: “–¡Mujer, qué grande es tu fe! Hágase como
quieres. Y desde ese mismo momento su hija quedó sana”.
Es evidente que Mateo quiere dar una
lección a su comunidad judeocristiana, para que acojan a los extranjeros como
legítimos beneficiarios de los dones del Reino anunciado por Jesús. Para ello,
no duda en presentar a un Jesús que fue capaz de abrirse al encuentro con esta
mujer extranjera y dejarse vencer por la fortaleza de su fe y su perseverancia.
Algunos autores insisten en afirmar que Jesús estaba poniendo a prueba la fe de
esta mujer, pero a mi no me cabe en la cabeza que Jesús fuera capaz de insultar
a alguien si no es porque estaba convencido de lo que estaba diciendo.
Si queremos sospechar de
nuestras posiciones ya tomadas, deberíamos ser capaces de abrirnos al encuentro
con lo diferente de nosotros mismos y dejar que este contacto con lo
distinto nos cuestione y nos ayude a cambiar nuestro comportamiento habitual
frente a los demás, especialmente, frente a aquellos que descalificamos de
entrada por nuestros prejuicios.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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