Domingo XIV del tiempo Ordinario – Ciclo A (Mateo 11, 25-30) 9 de julio
de 2017
Conocí a Carlos Riesgo en una comunidad de Fe y Luz que lleva por
nombre Ephetá, que significa:¡Ábrete! Una comunidad que
reúne, alrededor de la Palabra de Dios y de la fraternidad, a niños y niñas con
alguna deficiencia mental o psíquica, a sus familiares y a sus amigos. Jean
Vanier y Marie Hélène Mathieu, fundaron estas comunidades en 1971 y se han ido
extendiendo a lo largo y ancho del mundo. En Colombia existe una de ellas;
lleva unos años de camino lento y pausado, como debe ser el proceso de
cualquier obra que de verdad quiera llegar a ser grande, como las ceibas de
nuestros campos o el grano de mostaza del Evangelio.
Carlos sufre de una parálisis cerebral y tiene muchos problemas para
moverse y para hablar; pero sus ojos, vivos como centellas, dicen más de lo que
sus difíciles palabras alcanzan a expresar. Un buen día, a propósito de un
encuentro al que fuimos un fin de semana junto con otras comunidades llegadas
de otras ciudades, me pidieron que estuviera especialmente pendiente de Carlos
los tres días que estaríamos reunidos. Él se defiende muy bien y hace
prácticamente todo por sí mismo; lo único que necesitaba era apoyo y respaldo
por cualquier eventualidad. Yo acepté el reto con mucho gusto.
Ese bendito fin de semana recibí una de las lecciones más importantes de
mi vida; en esos tiempos estaba yo haciendo unos estudios de doctorado en
teología y contaba con un grupo de distinguidos profesores, llenos de títulos. Sin
embargo, el mejor profesor que tuve durante esos años fue Carlos Riesgo, no lo
puedo dudar. El necesitaba apoyo y yo necesité paciencia... mucha paciencia,
porque Carlos lo hace todo lentamente, a su ritmo: comer, moverse de un lugar a
otro, acomodarse en su silla, arreglarse por las mañanas... Desacelerarse un
fin de semana completo, para los que vamos por la vida como una moto, no
resulta un trabajo fácil. Y, dentro de lo que hace lentamente, lo que más me
costó trabajo fue su forma de hablar...
Cada vez que Carlos quería decirme algo, comenzaba a articular
difícilmente las palabras, tratando de hacer una frase comprensible. Y yo, con
el acelere de siempre, trataba de adivinar lo que quería decirme, sin dejar que
él terminara. Tan pronto lo interrumpía con una frase que no era la que él
estaba tratando de armar; hacía un gesto con la mano y comenzaba de nuevo su
tortuoso esfuerzo por expresarse. De nuevo, el hábil sabelotodo, que quiere
apurar el paso y ganar tiempo, se me salía con otra frase que tampoco lograba
adivinar el trabalenguas. Y vuelva a empezar otra vez. Hasta que, poco a poco,
fui aprendiendo que cuando yo me quedaba callado y esperaba a que Carlos
terminara de decir lo que quería decir, a su ritmo, entonces, ¡oh milagro!,
entendía que lo que quería era un vaso con agua o que le alcanzara una fruta...
“Te alabo, Padre,
Señor del cielo y de la tierra, porque has mostrado a los sencillos las cosas
que escondiste de los sabios y entendidos. Sí, Padre, porque así lo has
querido”. Este grito de júbilo de Jesús debió nacer después de haberse
encontrado con alguna de estas personas que la sociedad desprecia o considera
inútiles. Son ellos los depositarios de los secretos del Reino de Dios. Por
eso, gracias a Carlos, el Señor me gritó: ¡Ephetá! para enseñarme a
escuchar a los demás sin interrumpirlos; para aprender a callar y a respetar el
ritmo de los sencillos. No se si he logrado vivir todo esto, pero siento la
responsabilidad de alabar con Jesús la ocurrencia de Dios de revelarle los
misterios del Reino a los más pequeños, ocultándolos de los sabios y
entendidos. Por eso, tenemos que pedir todos los días que el Señor quiera abrir
nuestros oídos para saber escuchar sus mensajes y dejarnos evangelizar por los
más pobres de nuestra sociedad. “Sí, Padre, porque así lo has querido”.
Hermann Rodríguez Osorio,
S.J.
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