domingo, 2 de julio de 2017

“(…) el que pierda su vida por causa mía, la salvará”

Domingo XIII Ordinario – Ciclo A (Mateo 10, 37-42) – 2 de julio de 2017

Alguna vez mi maestro de novicios me contó la historia de uno de los Padres del desierto al que acudían muchos discípulos en busca de una guía para recorrer el camino de la santidad. Uno de los jóvenes buscadores estaba particularmente preocupado por el secreto de la perseverancia; veía que eran muchos los llamados y pocos los que, efectivamente, se mantenían firmes hasta el final de sus días en el camino comenzado. El Abba, como se les solía llamar a estos Padres durante los primeros siglos de la Iglesia, le dijo al joven novicio:

Cuando un hombre sale con su jauría de perros a cazar, va buscando un venado o una liebre entre los montes y los valles. En un momento determinado uno de los perros reconoce con su olfato la presencia de la presa a lo lejos. Sin perder un instante, comienza a correr y a ladrar, señalando el rumbo a los demás perros y al cazador. Los demás perros también corren y ladran, pero no saben, propiamente hablando, detrás de qué van... por eso, cuando aparecen los obstáculos en el camino, los matorrales cerrados, las quebradas profundas, las cimas infranqueables, se llenan de miedo y dejan de correr. No tienen la culpa, porque, sencillamente, no saben a dónde van, ni qué buscan. Pero el perro que logró olfatear la presa, no tiene inconveniente en superar todas las dificultades que se le puedan presentar en su camino, hasta que llega a atrapar a su presa en compañía de su Señor.

Algo parecido nos pasa en la vida a todos los cristianos. Si no tenemos claro detrás de quién vamos, si nos enredamos haciendo relativo lo absoluto y absoluto lo relativo, terminamos perdiendo el rumbo y olvidando para dónde vamos y qué es lo que buscamos. Esto mismo es lo que pretende San Ignacio de Loyola al proponerle a la persona que quiere hacer los Ejercicios Espirituales, una reflexión que se conoce como el ‘Principio y Fundamento’. Les recuerda que el fin último del ser humano es el Dios mismo y que “todas las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es creado” (Ejercicios Espirituales 23).

La conclusión a la que llega San Ignacio de Loyola es que debemos hacernos “indiferentes a todas las cosas creadas (...) en tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos creados” (Ibíd.). La palabra indiferentes no significa aquí que no nos importen las cosas, sino que no queramos escoger sino aquello que nos conduce al fin para el que hemos sido creados por Dios. Todo está coloreado por este amor absoluto y último de nuestra vida.

Allí es donde está señalando Jesús cuando dice: “El quiere a su padre o a su madre más que a mí, no merece ser mío; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no merece ser mío”. Jesús no nos dice que no queramos a nuestros padres o hijos; no faltaba más. Lo que dice es que no se puede querer nada ni a nadie, más que a él. El absoluto es él. Es más, ni siquiera es posible quererse a sí mismo más que a él.


Para ser discípulos de Jesús tenemos que estar dispuestos a tomar nuestra cruz y seguirlo cada día... tomar nuestra cruz, no la suya, porque la suya ya la llevó él, como bien recuerda don Miguel de Unamuno. Como el perro cazador, tenemos que tener claro detrás de qué vamos en nuestra vida, para llegar a alcanzar el fin último para el que fuimos creados. Haber experimentado el amor absoluto que le da sentido a todos nuestros amores, sea en el sacerdocio, en la vida religiosa o en la vida matrimonial, es lo único que garantiza que llevemos a feliz término el plan de Dios en nosotros.

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

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