Solemnidad de Pentecostés – Ciclo A (Juan 20,
19-23) 4 de junio de 2017
Fray Timothy Radcliffe, antiguo Maestro
de la Orden de Predicadores, comentaba hace algún tiempo el texto bíblico que
nos propone la liturgia del domingo de Pentecostés. En su libro, El oso y
la monja (Salamanca, San Esteban, 2000, 89-92), llamaba la atención sobre
el abismo que existe entre la paz que buscamos nosotros, y la paz que el Señor
nos regala. Cuando los once discípulos estaban encerrados en una casa por miedo
a los que habían matado al Profeta de Galilea, el Resucitado vino hasta ellos y
les dijo: “¡La paz sea con ustedes!” y ellos “se alegraron de ver al Señor”.
Pero la paz que les traía los iba a sacar de la paz del encierro y la
soledad... En seguida les dijo: “Como el Padre me envió, también yo los envío”.
El Resucitado los desinstala, los saca de su escondite, de su búsqueda egoísta
de seguridad. La paz que el Señor nos trae, no siempre se parece a la
nuestra...
Casi siempre buscamos la paz
encerrándonos en nosotros mismos y evitando todos los riesgos de la
construcción colectiva de nuestras comunidades y de nuestra sociedad. En esto
nos parecemos a los discípulos. Tenemos miedo a ser heridos y salir
lastimados... Hay que reconocer que este miedo no es puro invento.
Efectivamente, tenemos experiencia de haber sido heridos muchas veces en nuestras
relaciones con los demás y procuramos evitar el dolor y el sufrimiento que
produce este choque. Pero también sabemos que cuando nos encerramos y nos
aislamos de los demás y del mundo, gozamos apenas de una paz a medias; es una
paz frágil que en cualquier momento se desvanece en nuestras manos.
Nos encerramos en una paz frágil porque
tenemos miedo al cambio, miedo a los demás, miedo a ser sacados de nuestro
nido. El miedo nos paraliza, nos bloquea, nos confunde. Hemos desarrollado una
serie de tácticas para cerrar nuestras vidas a ese Dios que quiere sacarnos de
nuestro encierro. Echamos llave, literalmente, a nuestros conventos, a nuestras
casas, a nuestra habitación, de modo que nadie pueda acercarse a perturbar
nuestras vidas con sus insistencias, con sus invitaciones, con sus
interpelaciones. Podemos encerrarnos también en el exceso de trabajo...
Paradójicamente, llegamos incluso a utilizar la oración para mantener a Dios
fuera. Podemos dedicar horas y horas a la oración, recitando palabras y repitiendo
frases, sin ofrecer a Dios un momento de silencio porque cabe la posibilidad de
que nos diga algo que altere nuestra aparente paz y nuestra tranquilidad
acomodada.
Pero el Señor se las arregla para
irrumpir en nuestro interior con el soplo de su Espíritu y, aún teniendo las
puertas cerradas, como los discípulos en el cenáculo, El viene a inquietarnos y
a salvarnos de nuestra aparente paz. Esa es la Buena nueva de hoy. Que el Señor
no se cansa de entrar en nuestras vidas para ofrecernos SU paz. Una paz que nos
abre a los demás con el riesgo de ser heridos. Las heridas de las manos y el
costado es lo primero que les enseña el Resucitado a los discípulos cuando les
anuncia su paz... Se trata, entonces, de una paz conflictiva, ‘agónica’, como
diría don Miguel de Unamuno... Es una paz que abre desde fuera nuestros
sepulcros para que no sigamos viviendo como muertos, sino para que vivamos una
vida plena y auténtica, es decir, llena de preguntas y de problemas, pero
iluminada por Dios que es el que nos ofrece la auténtica vida en abundancia.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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