Domingo XII del Tiempo Ordinario – Ciclo A (Mateo 10, 26-33) – 25 de
junio 2017
San Hilario de
Poitiers vivió en el Siglo IV, en la época del emperador Constancio, hijo de
Constantino. La Iglesia atravesaba una etapa de expansión y estrenaba
legitimidad, habiendo sido declarada, ya no sólo religión permitida, sino Religión
oficial del Imperio. Aparentemente, se trataba de un momento bueno y deseable;
sin embargo, después tantas persecuciones y martirios, durante los primeros
siglos, los cristianos habían comenzado a tener un estilo de vida mediocre y
cada vez más instalado, en una Iglesia que se iba haciendo rica y poderosa. En
estas circunstancias, San Hilario escribe unas palabras que me vinieron a la
memoria al leer el texto del Evangelio de Mateo que nos propone la liturgia de
hoy:
"¡Oh Dios todopoderoso, ojalá me
hubieses concedido vivir en los tiempos de Nerón o de Decio...! Por la
misericordia de Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, yo no habría tenido miedo a
los tormentos (...). Me habría considerado feliz al combatir contra tus enemigos
declarados, ya que en tales casos no habría duda alguna respecto a quienes
incitarían a renegar... Pero ahora tenemos que luchar contra un perseguidor
insidioso, contra un enemigo engañoso, contra el anticristo Constancio. Este
nos apuñala por la espalda, pero nos acaricia el vientre. No confisca nuestros
bienes, dándonos así la vida, pero nos enriquece para la muerte. No nos mete en
la cárcel, pero nos honra en su palacio para esclavizarnos. No desgarra
nuestras carnes, pero destroza nuestra alma con su oro. No nos amenaza
públicamente con la hoguera, pero nos prepara sutilmente para el fuego del
infierno. No lucha, pues tiene miedo de ser vencido. Al contrario, adula para
poder reinar. Confiesa a Cristo para negarlo. Trabaja por la unidad para sabotear
la paz. Reprime las herejías para destruir a los cristianos. Honra a los
sacerdotes para que no haya Obispos. Construye iglesias para demoler la fe. Por
todas partes lleva tu nombre a flor de labios y en sus discursos, pero hace
absolutamente todo lo que puede para que nadie crea que Tú eres Dios. (...) Tu
genio sobrepasa al del diablo, con un triunfo nuevo e inaudito: Consigues ser
perseguidor sin hacer mártires” (Jesús
Álvarez Gómez, Historia de la Vida Religiosa, Publicaciones
Claretianas, Madrid, Volumen I, 1987, 170).
Afortunadamente, hoy contamos con el
testimonio de auténticos mártires que no han querido someterse dócilmente a los
embates de una sociedad que niega, en la práctica, los principios más
fundamentales del Evangelio del Señor. Hay quienes han denunciado un orden
injusto que aplastaba a las mayorías, como Monseñor Oscar Arnulfo Romero,
asesinado en 1980 en San Salvador, mientras celebraba la eucaristía; otros,
como Monseñor Isaías Duarte Cancino, han tenido el valor de señalar el influjo
de los dineros del narcotráfico en la elección de congresistas en Colombia; y
junto a ellos, muchos hombres y mujeres, fieles al Evangelio, han estado
dispuestos a morir antes que ceder frente a una sociedad que nos quiere
postrados por el silencio y la pasividad.
No se trata de buscar el martirio por
el martirio; Luis Espinal, jesuita catalán, asesinado en Bolivia por denunciar
las injusticias de un régimen totalitario, escribió poco antes de morir una
oración que tituló: No queremos mártires. Tampoco hoy queremos
mártires. Pero tampoco queremos una Iglesia que le tenga miedo a los que matan
el cuerpo... Como bien lo afirma Jesús, hay que tenerle miedo, “más bien al que
puede darles muerte y también puede destruirlos para siempre en el infierno”.
En lugar de dejarnos cooptar por los halagos de una sociedad cada vez más
opulenta y suficiente, tenemos que ser testimonio vivo de una propuesta que,
efectivamente, contraste con lo que nos invita a vivir el orden establecido. De
lo contrario, como en la época de San Hilario, terminaremos siendo apuñalados
por la espalda, mientras nos acarician, delicadamente, el vientre.
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