Segundo Domingo de
Pascua – Ciclo A (Juan 20, 19-31) 23 de abril de 2017
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
En alguna parte leí la
historia de un montañista que, desesperado por conquistar el Aconcagua, inició
su travesía, después de años de preparación. Quería la gloria sólo para él, por
lo tanto subió sin compañeros. Empezó a subir y se le fue haciendo tarde, y no
se preparó para acampar, sino que siguió subiendo, decidido a llegar a la cima.
Oscureció, la noche cayó con gran pesadez en la altura de la montaña; ya no se
podía ver absolutamente nada. Todo era oscuro, cero visibilidad, no había luna
y las estrellas estaban cubiertas por las nubes. Subiendo por un acantilado, a solo
cien metros de la cima, se resbaló y se desplomó por los aires... Bajaba a una
velocidad vertiginosa; solo podía ver veloces manchas cada vez más oscuras que
pasaban en la misma oscuridad y la terrible sensación de ser succionado por la
gravedad. Seguía cayendo... y en esos angustiantes momentos, pasaron por
su mente todos sus gratos y no tan gratos momentos de la vida; pensaba que iba
a morir; sin embargo, de repente sintió un tirón tan fuerte que casi lo parte
en dos... Como todo alpinista experimentado, había clavado estacas de seguridad
con candados a una larguísima soga que lo amarraba de la cintura. En esos
momentos de quietud, suspendido por los aires, no le quedó más que gritar: «¡Ayúdame,
Dios mío!»
De repente una voz grave y profunda de los cielos le contesta: –«¿Qué quieres que haga, hijo mío?» –«¡Sálvame, Señor!» –«¿Realmente crees que puedo salvarte?» –«Por supuesto, Señor». –«Entonces, corta la cuerda que te sostiene...» Hubo un momento de silencio y quietud. El hombre se aferró más a la cuerda... y no se soltó como le indicaba la voz. Cuenta el equipo de rescate que al otro día encontraron colgado a un alpinista congelado, muerto, agarrado con fuerza, con las manos a una cuerda... a tan solo dos metros del suelo...
La duda mata, dice la sabiduría popular. Y para demostrarlo, basta ver una gallina
tratando de cruzar una carretera por la que transitan camiones con más de diez
y ocho llantas... El Evangelio que nos propone la liturgia del Segundo domingo
de Pascua nos muestra a un Tomás exigiendo pruebas y señales claras para creer:
“Tomás, uno de los doce discípulos, al que llamaban el Gemelo, no estaba con
ellos cuando llegó Jesús. Después los otros discípulos le dijeron: – Hemos
visto al Señor. Pero Tomás contestó: – Si no veo en sus manos las heridas de
los clavos, y si no meto mi dedo en ellas y mi mano en su costado, no lo podré
creer”. Seguramente, muchas veces en nuestra vida hemos dicho palabras
parecidas a Dios. Este domingo tenemos una buena oportunidad para revisar la
confianza que tenemos en el Señor.
Cuando el Señor volvió a
aparecerse en medio de sus discípulos, llamó a Tomás y le dijo: –Mete aquí tu
dedo, y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado...” Será
necesario que el Resucitado nos diga «¡No seas incrédulo sino creyente!»
o, por el contrario, seremos merecedores de esa bella bienaventuranza que
dice: «Dichosos los que creen sin haber visto». Sinceramente,
preguntémonos: ¿Dónde tenemos puesta nuestra confianza? ¿Dónde está nuestra
seguridad? ¿Estamos llenos de dudas que nos van matando? ¿Qué tanto confiamos
en la cuerda que nos sostiene en medio del abismo, o en la palabra de Dios que
nos invita a soltarnos y esperar solo en él?
No hay comentarios:
Publicar un comentario