Domingo
XXXIV Jesucristo Rey del Universo – Ciclo C (Lucas 23,
35-43)
20 de noviembre de 2016
El ciclo litúrgico que
termina hoy con la celebración de la fiesta de Jesucristo Rey, nos presenta a
un rey crucificado, del que se burlaban las autoridades: “– Salvó a otros, que
se salve a sí mismo ahora, si de veras es el Mesías de Dios y su escogido. Los
soldados también se burlaban de Jesús. Se acercaban y le daban de beber vino
agrio diciéndole: – ¡Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo! Y
había un letrero sobre su cabeza, que decía: ‘Este es el Rey de los judíos”.
Incluso, cuenta el evangelio de san Lucas, uno de los criminales que estaban
colgados junto a él, lo insultaba diciéndole: “– ¡Si tú eres el Mesías, sálvate
a ti mismo y sálvanos también a nosotros¡ Pero el otro reprendió a su compañero
diciéndole: – ¿No tienes temor de Dios, tú que estás bajo el mismo castigo?
Nosotros estamos sufriendo con toda razón, porque estamos pagando el justo
castigo de lo que hemos hecho; pero este hombre no hizo nada malo. Luego
añadió: – Jesús, acuérdate de mí cuando comiences a reinar. Jesús le contestó:
– Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Se trata de un Rey que
contrasta con la imagen que tenemos de una persona que ostenta ese
título. Es un Rey que no utiliza su poder para salvarse a sí mismo, sino para
salvar a toda la humanidad, incluidos tu y yo. Delante de este Rey, humilde y
aparentemente vencido, San Juan XXIII, en su Diario del alma,
escribió siendo joven, un ofrecimiento que invito a repetir hoy con la misma
confianza con la que él lo hizo hace ya tantos años:
“¡Salve, oh
Cristo Rey! Tú me invitas a luchar en tus batallas, y no pierdo
un minuto de tiempo. Con el entusiasmo que me dan mis 20 años y tu gracia, me
inscribo animoso en las filas. Me consagro a tu servicio, para la vida y para
la muerte. Tú me ofreces, como emblema, y como arma de guerra, tu cruz. Con la
diestra extendida sobre esta arma invencible te doy palabra solemne y te juro
con todo el ímpetu de mi amor juvenil fidelidad absoluta hasta la muerte. Así,
de siervo que tú me creaste, tomo tu divisa, me hago soldado, ciño tu espada,
me llamo con orgullo Caballero de Cristo. Dame corazón de soldado, ánimo de
caballero, ¡oh Jesús!, y estaré siempre contigo en las asperezas de la vida, en
los sacrificios, en las pruebas, en las luchas, contigo estaré en la victoria.
Y puesto que todavía no ha
sonado para mi la señal de la lucha, mientras estoy en las tiendas esperando mi
hora, adiéstrame con tus ejemplos luminosos a adquirir soltura, a hacer las
primeras pruebas con mis enemigos internos. ¡Son tantos, o Jesús, y tan
implacables! Hay uno especialmente que vale por todos: feroz, astuto, lo tengo
siempre encima, afecta querer la paz y se ríe de mi en ella, llega a pactar
conmigo, me persigue incluso en mis buenas acciones.
Señor Jesús, tú lo sabes, es el Amor Propio, el espíritu de soberbia, de
presunción, de vanidad; que me pueda deshacer de él, de una vez para siempre, o
si esto es imposible, que al menos lo tenga sujeto, de modo que yo, más libre
en mis movimientos, pueda incorporarme a los valientes que defienden en la
brecha tu santa causa, y cantar contigo el himno de la salvación”.
Con la misma generosidad
que refleja este escrito Juan XXIII, podríamos decirle al Señor crucificado que
se acuerde de nosotros cuando comience a reinar.
Hermann Rodríguez
Osorio, S.J.
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